Pablo Romero Montesino-Espartero

Pablo Romero Montesino-Espartero
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Camarote desde donde fueron escritas algunas de estas cartas-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Con este blog pretendo ir recopilando las cartas escritas por mi hermano Pablo Romero M-E, dirigidas a la familia, durante sus primeros años de navegación tras terminar su carrera de Marino Mercante allá por el final de la década de los años cincuenta, principio de los sesenta-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

¡TODOS A LOS PUESTOS DE MANIOBRA!... (II)

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero


Carta nº - 11 -


La Coruña nos dio la bienvenida con el reflejo de los primeros rayos de sol en sus casas acristaladas, mientras las murallas del fuerte de San Antón, se teñían de un color dorado que me traía recuerdos de nuestro Cáceres Monumental, cuando el sol desperezándose tras la Montaña, va encendiendo sus torres y almenas.

 En el muelle, una gran multitud se agolpaba esperando que el barco quedase atracado, para poder embarcar. Mucha de aquella gente estaba sentada sobre sus maletas de madera o cartón. Gente de todas las edades, si bien la mayoría eran hombres jóvenes. Sus caras reflejaban el cansancio de la espera, la incertidumbre y quizás el miedo a lo desconocido. Era gente variopinta aunque se podía decir que predominaban los campesinos y aldeanos. Algunos de nuestros futuros pasajeros mostraban un porte más distinguido, formando corrillos aparte, pero cuando veías de cerca su vestimenta te dabas cuenta de que era falsa apariencia. En realidad eran personas de chaqueta cruzada algunas, pero sobadas o descoloridas por el paso del tiempo, corbatas raídas y de cabellos opacos y sucios. Finalmente, también podían verse otras de edad, imbuidas en sí mismas, llorosas y un tanto desaliñadas, sentadas en mitad del muelle sobre sus equipajes, en espera de que se les permitiera el embarque.

 Inmediatamente después de dar el último cabo a tierra, subieron las autoridades. Aduana, Sanidad, Carabineros...”todos portando grandes carteras negras flácidas, vacías... Pasada una hora, esas mismas carteras saldrían por la escala del barco, portadas por las mismas personas, pero llenas de cartones de tabaco y Whiskey...era una especie de “impuesto” voluntario que el Capitán y el Mayordomo pagaban gustosos, para no tener complicaciones administrativas en la escala”. (Este párrafo entrecomillado, no fue publicado por el periódico).
 A renglón seguido, las autoridades sanitarias concedían al barco la”libre pratica” o de barco “limpio” y por la escala real, daba comienzo el embarque en procesión, de emigrantes con destino a América.

 En mis días de estudiante en Cádiz, había presenciado el embarque y desembarco de pasajeros en el "Constitution" y el "United States"- dos impresionantes trasatlánticos de la American Export Lines que en viajes de crucero, escalaban en aquél puerto-. Era un pasaje tan distinto al nuestro como pudiera serlo el del Orient Express si lo comparáramos con el famoso “shangai” Madrid-La Coruña de nuestros gloriosos ferrocarriles.
 Llegado un cierto momento retiramos el letrero que prohibía subir a bordo y fue conformándose una larga cola gris de gente portando sus maletas, paquetes y atillos de toda índole. Desfilaban entre una multitud de familiares sollozantes, mientras aquí y allá iban fundiéndose en abrazos eternos que les hacía a algunos perder su sitio en la cola. Las tocas blancas de algunas monjas rompían el monótono color gris oscuro de la masa.

 De pronto se oyó un murmullo y todos miraron hacía el cielo. Pendiendo del cable de la grúa que cargaba la bodega número uno -dedicada a equipajes pesados y material de respeto del barco-, se cimbreaba basculante una rueda de afilador de Orense. ¡Toda la “industria” de un emigrante colgada de un hilo, era causa de admiración, risas y hasta gritos angustiosos de buena parte de aquella gente expectante¡
A medida que nos iban entregando sus pasaportes se les asignaban camarotes de hasta ocho literas, separados por mamparos de acero que dejaban un espacio de medio metro en el techo, para que pudiera circular el aire forzado. Estos espacios nos creaban problemas durante el viaje y en cierta ocasión dos monjas subieron despavoridas al puente para denunciar que algunos hombres se asomaban desde el camarote contiguo. Para su suerte, las cambiamos a un camarote de segunda clase, totalmente aislado.

 El primer bocinazo del barco avisando la salida, provocó la inquietud y el nerviosismo de todos. Unos intentaban subir a las cubiertas superiores- cosa prohibida al pasaje de tercera-otros corrían de un lado para otro buscando a quienes desde tierra gritaban sus nombres, otros extendían sus brazos hacia adelante, como queriendo alcanzar las manos de los seres queridos que en pocos momentos iban a desaparecer, quizás para siempre de su vista. Se izó la escala real a bordo y se largaron los cabos. En el puente, el práctico y el Capitán se desplazaban de una banda a la otra sin prestar la menor atención al drama que se estaba viviendo en la cubierta principal.
 El tercer bocinazo desató el delirio. A medida que el barco iba separando su casco del muelle, el pasaje fue concentrándose a popa entre llantos y gritos desgarradores. Desde tierra les lanzaban caramelos a los que se iban, mientras alguien- que la había ocultado todo el tiempo-, desenfundó una gaita lanzando al aire las primeras notas de una muñeira.

 Hombres como castillos lloraban a moco tendido con la cabeza apoyada sobre la barandilla de hierro. Otros con la mirada perdida hacia las cristaleras de los Cantones, daban la sensación de una cierta pasividad, sin exteriorizar sus sentimientos ocultos, pero denotando tristeza en sus rostros.
 Desde mi puesto de maniobra presenciaba todo aquello ajeno al dolor de quienes en poco tiempo, el océano sería para muchos, la barrera infranqueable que para siempre les separaría de España. Un camino fácil de recorrer hacia el sur pero muy difícil hacia el norte. El éxito estaba reservado para unos pocos elegidos, que regresarían algún día siendo la envidia de sus paisanos, con un buen automóvil cargado de cromados, en la bodega del barco. Serían los menos, quizás un uno por mil. Para nosotros era un viaje de ida y vuelta, la rutina, la seguridad y al final nuestra patria esperándonos con los brazos abiertos.

En pocas horas se había cumplido el trámite. Habíamos embarcado cerca de cuatrocientos pasajeros, llenados nuestros tanques de agua dulce y tomado provisiones.
 Se oyó el telégrafo del puente dando “toda avante” y tras las primeras trepidaciones de la máquina al girar a la máxima potencia, el barco volvió a sus ruidos rutinarios en navegación, esos que a los marinos nos hacen coger mejor el sueño. Por la popa, la Torre de Hércules impertérrita a los acontecimientos del día, se perdía en el horizonte, a la vez que los últimos pasajeros iban abandonando la cubierta cabizbajos e inseguros, en su caminar hacia los camarotes.

PABLO

......................

" Este vaise,
 aquel vaise
e todos, todos se van;
 Galicia sen homes quedas
que te poidan traballar.

Tés, en cambio, orfos e orfas,
tés campos de soidade.

 Tés nais que non ten fillos,
e fillos que non ten pais.

E tés corazones que sofren
longas ausencias mortais,

 viúvas de vivos e mortos
que ninguén consolará".

Rosalía de Castro

lunes, 12 de noviembre de 2012

¡TODOS A LOS PUESTOS DE MANIOBRA!... (I)

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero



Monte Urbasa

Carta nº - 10 -


“¡Todos a los puestos de maniobra¡”
La voz del Primer Oficial se oyó a través de todos los altavoces del barco.
...
Por fin salíamos a la mar con destino a los puertos de escala en el viaje de ida: La Coruña, Vigo, Tenerife, Río de Janeiro, Santos, Montevideo, Buenos Aires, Rosario y Mar del Plata.

Se me asignó el puente descubierto de popa, desde el cual transmitía las órdenes que recibía del puente principal al segundo oficial responsable de la maniobra de popa. Mi situación era un lugar elevado y privilegiado para ver todo lo que había a mi alrededor. Digo esto porque al pasar junto al "Monte Nuria", algunos tripulantes que estaban en cubierta presenciando nuestra maniobra de salida, me vieron encaramado en mí puesto, uniformado y con el teléfono de comunicaciones con el puente en la mano. Aquello debió ser “demasiado” para mis antiguos compañeros y resolvieron negarme el saludo metiéndose dentro, antes de que pasara el "Monte Urbasa" delante de ellos.

¡Qué espectáculo ver como nuestra proa hendía la superficie del mar “filando” a dieciséis nudos¡ La mayor velocidad alcanzada en mi anterior barco nunca pasó de los ocho nudos.

Cuando subí al puente para hacer mi guardia, era de noche. No pude reprimir un ¡oh¡ de admiración al entrar y contemplar las luces fluorescentes de los relojes indicadores : Angulo de metida del timón, clinómetro, tacómetros, corredera, giroscópica, pantalla de radar, controles de luces de navegación y de seguridad, alarmas de incendios en bodegas y camarotes, comunicaciones por VHF...todo estaba encendido y funcionando arrullado por el suave zumbido de los motores eléctricos de los sistemas de navegación. Creía haber agotado mi capacidad de asombro, hasta que al relevo de timonel, el Piloto de guardia me dijo que cogiera el timón para irme acostumbrando al servo eléctrico, mucho más sensible y de reacción más rápida, que el que tenía el "Monte Nuria" que era de vapor.
¡Podía llevar el barco con la punta de los dedos¡

¡Qué sensibilidad al ángulo de metida de caña y qué reacción casi instantánea de la caída de la proa a una u otra banda¡ Por unos instantes y a mis recién cumplidos veintiún años, creí tocar el cielo. Estaba gobernando uno de los mejores barcos de la compañía, mientras los destellos del faro de Cabo Peñas entraban tímidamente por la puerta abierta de babor, mitigando la oscuridad del interior del puente.
En el alerón, y apoyado sobre la tapa de madera barnizada de la regala me dejaba acariciar por la falsa brisa de poniente producida por la marcha del barco. Por la proa, las estrellas estampadas en el fondo oscuro, casi negro del cielo, iban sumergiéndose lentamente en el agua, mientras mis labios se impregnaban de un suave sabor salino.

Si mirar hacia proa era colmar tu espíritu de sensaciones nostálgicas y románticas, dirigir la mirada hacia popa era sentir el poder de la máquina que bajo tus plantas impulsaban a las quince mil toneladas que desplazaba el "Monte Urbasa". La estela blanca y recta se curvaba a veces por la guiñada del timonel al salirse de rumbo, pero al poco volvía a ser un camino de espuma blanca que se perdía por el este en la oscuridad de la noche.

En la pantalla fosforescente del radar además de los distintos ecos producidos por otros barcos y la silueta anaranjada de la costa, podía apreciarse nítidamente nuestra estela, denotando con ello la buena marcha del "Monte Urbasa".

La chimenea iluminada por potentes focos mostraban la A roja-insignia de la compañía- sobre fondo amarillo. Era un lujo que me resultaba difícil asumir, pero que marcaba la maravillosa realidad de mi cambio. Miraba mi bocamanga, y el fino galón dorado rematado por el ancla bordada sobre terciopelo negro, me llenaba de orgullo y de agradecimiento hacía mis padres, que con tanto sacrificio habían pagado mis cuatro años de estudios fuera de Cáceres.

Hubiera querido que mi primera guardia de mar en el puente del "Monte Urbasa" no hubiera terminado nunca, pero el cuádruple doble repique de la campana me sacó de mis ensoñaciones para decirme que eran las cuatro de la mañana y mi guardia había terminado. Por babor, la poderosa luz del faro de la Estaca de Bares anunciaba nuestra proximidad a mi querida Coruña.

Después del consabido ritual del cambio de guardia a los compañeros que entraban, bajé a mi camarote compartido con otros dos Alumnos de Náutica, gallego el uno, vasco el otro. No pude conciliar el sueño en lo que me restaba de noche. El cambio de sonidos, mis recuerdos más inmediatos de la guardia, fueron culpables de que a las ocho de la mañana, estuviera viendo la Torre de Hércules sin haber pegado ojo.

PABLO

(continuará)

domingo, 4 de noviembre de 2012

EL MONTE URBASA (un embarque deseado) (I)


Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
Monte Urbasa

 Publicidad de las dependencias del Monte Urbasa
Carta nº - 9 -

 Cuando nuestro Monte Nuria o “monte penurias”- como lo rebautizamos la tripulación- pasó junto al Monte Urbasa inmaculadamente blanco, saludándonos con su bocina mientras nuestra hélice levantaba los lodos de la ría de Bilbao, comprendimos que nuestro lamentable estado, debió inspirar al Capitán de uno de los mejores barcos de la flota, una brizna de admiración o quizás de lástima.
 ¡Aquello si qué era un barco¡

 Desde su puente, dos oficiales uniformados nos miraban como si ante ellos estuviera pasando la muerte con guadaña. Éramos de la misma familia, la misma carrera, la misma insignia en las chimeneas y la misma bandera, pero los escasos metros que nos separaban, marcaban la frontera entre el lujo y la miseria.
 Mi madre que había estudiado en el Colegio de las Irlandesas de Hendaya con la hija del armador, me recomendó para que me transbordaran... y el milagro se produjo. No podía creérmelo. Cuando el Capitán me informó de que había recibido ordenes para mi transbordo al Monte Urbasa preparé mi maleta de cartón-para su último viaje- y en el momento de la despedida me soltó a bocajarro:

“Debe tener usted un buen enchufe .En ese barco solo navegan los hijos de papá”.
Al pisar por vez primera la cubierta de madera de teka de mi nuevo barco, tuve la sensación de que mis pies la iban a ensuciar mientras caminaba hacia el despacho del Capitán, acompañado por un oficial.

 Cruzamos el vestíbulo pasando junto al comedor de primera clase. Sus puertas de cristal grabado y maderas nobles permitían ver un amplio salón en el que las lámparas reflejaban su luz en los barnices de paredes y techos, imprimiendo al conjunto de mesas y aparadores un brillo sobrio y elegante, como si de un restaurante de finales del siglo XIX se tratara.
 Enfilamos la escalera principal de peldaños alfombrados, haciendo crujir sus maderas a cada paso que dábamos en nuestro camino hacia la cubierta de primera clase. Al posar mi mano sobre la barandilla de caoba y deslizarla escalinata arriba, sentí en ella la agradable sensación de estar acariciando el lomo de un gato de angora.

En nuestro camino hacia la cubierta de oficiales pasamos ante las puertas de los camarotes de primera clase y los dos camarotes de lujo. Una camarera estaba preparando uno de ellos y no pude hurtarme a desviar la mirada a su interior. Fue como un “flash”, pero por un instante vi en la camarera a Bette Davis saliendo del baño de la habitación de un lujoso hotel en una de sus películas.
 El Capitán nos recibió en su despacho de paredes forradas de madera, sillones tapizados en piel negra, que denotaban su frecuente uso, y un velador de marquetería. Sobre la mesa de trabajo, además de los consabidos utensilios de escritura, unos prismáticos Zeiss. Más adelante supe que aquellos prismáticos no se podían tocar bajo ningún concepto cuando estaban en el puente.

 Los ojos de buey parecían más bien de oro de ley que de bronce, de tanto lustre como tenían. En las paredes algunos cuadros con motivos de la campiña vasca y uno muy especial enmarcando un documento con el reconocimiento por parte de la Coast Guard americana al Monte Urbasa por su colaboración en el salvamento de náufragos en las costas de los Estados Unidos.
 Pero de todo ello lo que más me impresionó fue ver iluminado el repetidor de la aguja giroscópica fijado en el techo por medio del cual en todo momento de la navegación, el “viejo” podía controlar el rumbo que estaba haciendo su barco. De donde yo venía, ese instrumento que en cierta manera jubiló a la aguja magnética, sabíamos de su existencia solo por los libros de la carrera.

 Vestía uniforme de invierno y era un hombre de unos cincuenta años, de porte distinguido, educado y elegante. También me pareció algo coqueto por llevar pañuelo blanco asomando tímidamente por el bolsillo superior de la guerrera. Es una costumbre arraigada en los marinos de alto rango en la Royal Navy y que sin duda alguna, es correctísimo su uso en cualquier marina cuando se viste uniforme azul.
 Debía haber recibido alguna información sobre mí humilde persona proveniente de la naviera, ya que me dijo al saludarme, que había nacido en una ciudad con mucha historia. Agradecí el que no me soltara la frasecita que me persiguió siempre como marino del interior y sin más me ordenó que vistiera siempre de uniforme a bordo del Monte Urbasa y que me presentara al Primer Oficial para recibir instrucciones sobre mi trabajo, guardias de mar, etc.

 En cuanto me hube cambiado, subí al puente de mando en compañía del oficial de guardia, que me puso al corriente de cual sería mi más inmediata función durante la maniobra de nuestra inminente salida a la mar.
 Acostumbrado al ”monte penurias” en el que los instrumentos de navegación consistían en una brújula o compás magnético, una sonda eléctrica y un radiogoniómetro poco o nada fiables, aquel puente me parecía el sueño de cualquier marino.

 Radares de maniobra y de navegación, sistema Decca de navegación hiperbólica, aguja giroscópica, piloto automático, radiogoniómetro, tacometro, clinometro, indicador de ángulo del timón, sondas, corredera hidrostática, “chivato” de rumbo giroscópico con gráfico, sistemas de comunicación por VHF, sistemas de alarmas para luces de navegación y para incendios en bodegas y camarotes con detectores de humos y un sin fin de otros instrumentos relativos a la seguridad de la navegación y el pasaje. Cuando por primera vez me vi reflejado en el cristal de una de las puertas del puente, no me reconocí y pensé que aquel oficial de uniforme que había frente a mí, no era yo sino otro al otro lado de la puerta.
 La Cámara de Oficiales y su salón de lectura anexo, era una réplica del salón de un club inglés. Sillones y sillas de piel oscura con mesa corrida para catorce comensales, paredes de madera con apliques, espléndido aparador de maderas nobles al fondo con espejo biselado y apliques que hacían que lucieran los cubiertos y vajillas colocados en perfecto orden sobre él. Las ventanas con cortinas colgadas de barras de reluciente latón sustituían a los típicos ojos de buey, y sus bronces brillaban reflejando la luz tenue de las lámparas. Cuando por vez primera ocupé mi puesto en la cámara, estaban ya sentados en sus respectivas sillas la mayoría de los oficiales. Al presentarme el Primer Oficial a todos ellos mencionando mi nombre, mi mayor deseo fue que mis padres hubieran podido presenciar la escena.
PABLO

(continuará)