Pablo Romero Montesino-Espartero

Pablo Romero Montesino-Espartero
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Camarote desde donde fueron escritas algunas de estas cartas-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Con este blog pretendo ir recopilando las cartas escritas por mi hermano Pablo Romero M-E, dirigidas a la familia, durante sus primeros años de navegación tras terminar su carrera de Marino Mercante allá por el final de la década de los años cincuenta, principio de los sesenta-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------.

miércoles, 30 de enero de 2013

MI "DOCTORADO BRASILEÑO"

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero




 
Carta nº 16
 

Creo que los españoles no estamos preparados todavía, para soportar el impacto de las cariocas paseándose en “bikini” por la acera de Copacabana o sentadas a tu lado en un tranvía.
 
 Uno se ruboriza cuando “ella” se percata de que no puedes aguantar las ganas de barrer con tus ojos su inmenso cuerpo semidesnudo. Me he sentido púber a mis 22 años, paseando por la playa. Se hace casi insoportable la seguridad de la que hacen gala al caminar o riendo a veces, cuando notan en sus carnes el aguijón de nuestras miradas. Pero, ¿cómo no mirar el contoneo “sambístico” sobre tacones altos de las mulatas, que a veces te rozan intencionadamente al pasar? Todo en esta vida tiene una primera vez. Pienso que desde que salí de Navalmoral de la Mata para embarcar, hasta que puse mis pies desnudos en la Playa de Copacabana, han habido muchas “primera vez”, pero ésta me hizo sentirme más mundano que Javier Cugat y me confirió algo así como una titulación añadida a la de mi propia carrera. No me había comido una rosca por falta de experiencia, por falta de tiempo, por falta de valor, por falta de...pero fue una escala, ésta de Río de Janeiro, que me sirvió para aprender de los cariocas su aplomo y seguridad ante una real hembra. Vendrían otras ocasiones a lo largo de mis dos años a bordo del “Monte Urbasa” que me permitieran alcanzar mí “doctorado” brasileño.

 Haciendo caso a los consejos de mi padre, traté de aprovechar el corto espacio de tiempo en puerto, para subir al Corcovado y al Pan de Azúcar; dos destinos turísticos obligados para cualquiera que visite Río. Del Corcovado bajé como flotando sobre una nube, entre otras cosas porque realmente la primera vez que subí, la ciudad aparecía y desaparecía entre flácidos penachos de nieblas. En las claras, la ciudad se mostraba como un mosaico, y a retazos nos administraba su belleza incomparable, grabando para siempre en mi memoria, la visión de sus playas y montes, abrazándola en una especie de simbiosis perfecta con la naturaleza. Maracaná es como una isla verde rodeada de playas en medio de un mar rojo de tejaditos. Es una construcción que sobrecoge, casi tanto como el vocerío que llega a nuestros oídos desde la distancia.

 En el camino de bajada hice parar al taxista para cumplir con la palabra dada a mi hermano, comprando un “titi” que me acompañó hasta Bilbao, desde dónde salió en un bote de Cola-cao camino de Cáceres en manos de un buen amigo. El pobre mono, perecería en Navalmoral de la Mata, abrasado por el agua hirviendo de unas inhalaciones, que a la sazón practicaba mi padre cuando se constipaba. Su casi interminable rabo se le quedo como un hilo saturado de agua. Fue durante tiempo la admiración de todo el que lo conocía, por su simpatía, su docilidad y extraordinaria pequeñez, pesaba tan solo unos gramos a pesar de ser un mono adulto. Lo paseaba en el bolsillo del pañuelo de la chaqueta, del que salían tan solo su diminuta cabeza y sus manecillas. Sus vivaces ojos, eran como dos chispitas que reflejaban su vitalidad y alegría aun cuando se encontrara tan lejos de su hábitat y de su Monte Corcovado.

 Creía haber visto todo en Copacabana hasta que entramos en una “boite” o como decimos en España: una sala de fiestas.

 Hacía tan solo escasas semanas de mi estancia en Estados Unidos, en donde casi todo me había sorprendido. Los “dancings” americanos, llenos de colores vivos y luces relampagueantes. Aquella juventud desaforada bailando “rock and roll” entre pares de zapatos diseminados por el suelo y parejas besándose en la pista o por los rincones, hizo que me sintiera desplazado y fuera de lugar. Qué distinto a nuestro modoso comportamiento en España, siempre tan caballerosos y educados con las féminas, casi rogándoles para poder bailar con ellas, guardando las distancias o acompañándola a su mesa...Pero América también tenía sus reglas y lo que hacías en la pista no se compaginaba con la persecución policial fuera de ella. Libertad sí, pero bajo techo.
 
Una “boite” en Copacabana es en cambio un lugar en el que lo que más baila son tus ojos. El espectáculo está siempre circunscrito a la samba bailada por mulatas esculturales, que te rodean, te tocan, te ríen constantemente y hacen que te sientas un pelele cuando a la fuerza te sacan a la pista. El olor a perfume barato te envuelve, anulando los demás sentidos y multiplicando por ciento los efectos del “cubalibre”. Nos desaconsejaron ir solos, no por el “peligro” de caer en las redes de una carioca, pero sí en las de sus “colaboradores”. Afortunadamente salimos indemnes y con una nueva lección aprendida: ser español y caballero no basta para “ligar” en Río.

 Al llegar a bordo, mis compañeros me anunciaron que habían embarcado en primera clase y con destino a Buenos Aires, dos hermanas brasileñas que tenían soliviantada a la tripulación. ¿Me tendría el destino preparada una segunda oportunidad? Esa será otra historia.

 Desde mi puesto de maniobra y luciendo mi inmaculado uniforme blanco, sentí que una de aquellas dos preciosidades, que apoyadas en la borda decían adiós a sus familiares, podía enamorar a cualquiera.

 La estela de nuestro barco, en nuestro lento caminar hacia la salida de Guanabara, fue dejando tras de sí un camino recto de espuma blanca, coronado por los montes color esmeralda del fondo de la bahía. Los tres bocinazos de despedida, retumbaron como un trueno y nos fueron devueltos por el Pan de Azúcar en forma de eco como saludo de la ciudad, cuando arrumbábamos ya al mar abierto.

Pablo 

(continuará)

Foto:
-Un vasco, un gallego, otro vasco y un extremeño, en el alerón del puente del Monte Urbasa, camino de Río en 1959
 

viernes, 18 de enero de 2013

ENTRADA A LA BAHIA DE RIO DE JANEIRO

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero

 
El "Monte Urbasa" visto desde el palo de proa + Monte "Pan de Azucar"


Carta nº 15


El día 5 de Febrero de 1959 , con los primeros rayos de sol iluminando el Cristo del Monte Corcovado, la proa de nuestro barco abocó la entrada a la bahía de Río de Janeiro. Para el “Monte Urbasa” era una vez más; para mi fue la primera y la que me marcó para siempre. Con... veintidós años, no parece que uno deba impresionarse con las cosas de la naturaleza, más bien se inclina uno por lo material, sobre todo si tiene ruedas o faldas. Eso creía yo hasta entrar en la bahía de Río de Janeiro, la bahía de la Cidade Maravilhosa.



A medida que en nuestro lento caminar íbamos acercándonos a tierra, aparecían poco a poco los accidentes geográficos que definen a esta bahía y sus alrededores como una de las maravillas naturales del mundo. Por la amura de babor, Copacabana se presentaba en la lejanía como una línea costera blanca como la nieve, contrastando con los verdes oscuros de la costa y de los montes selváticos que tras ella se empinan como coronando tanta belleza. Más allá, Ipanema, una diadema más de blanca arena y ante nosotros casi por nuestra proa, la impresionante roca marrón ferruginoso del Pan de Azúcar salpicada de asombrosa vegetación. Islas, islotes, pequeñas bahías dentro de la gran bahía, con sus minúsculas playas de blanquísima arena se iban abriendo a medida que nos aproximábamos a la de Guanabara con su puerto al fondo, final de trayecto para muchos de nuestros pasajeros. Presidiendo tan majestuosa belleza, el impresionante Cristo parece cobijar desde lo más alto del Monte Corcovado la gran urbe que bajo sus pies se extiende hacia todos los puntos cardinales.

En nuestro lento acercamiento a los muelles va creciendo nuestra admiración a medida que se van definiendo los distintos tipos de construcción. Por un lado y sobresaliendo del denominador común, los grandes rascacielos de Copacabana contrastan con las enjalbegadas casitas de rojos tejados con el siempre verde oscuro de los montes y el azul del cielo como telón de fondo. De otra parte y con la mirada al norte, la impenetrable selva salpicada de roquedos y acantilados que van declinando hasta terminar en diminutas playas bañadas por una mar turquesa de incomparable belleza.

Dejamos el Pan de Azúcar por babor, pasando a escasos metros de su base pétrea sintiendo un sobrecogimiento grande al mirar hacia arriba y ver encendida su cumbre por los primeros rayos de sol. De nuevo la eterna pregunta ¿por qué Dios repartió tan mal la belleza en este mundo? Todo lo que abarcaba mi vista era sorprendente. ¡Qué impresión sufrirían los primeros marinos que entraron por la bocana de esta bahía increíble¡

En la lejanía podían ya escucharse los sonidos de la gran ciudad sacándonos de la contemplación casi religiosa de cuánto nos rodeaba. Sonaron las órdenes a la máquina y el silencio de nuestra lentísima marcha hacía los muelles, se vio turbado por el estruendo de la hélice girando a destrosum para parar la arrancada del barco.

Al cabo de una hora escasa, los muelles, sus gentes, sus grúas nos volvieron a la cruda realidad en cuanto dimos el último cabo a tierra. Estábamos en Río de Janeiro sí, había terminado el “encantamiento” y daba comienzo el segundo acto, dramático para algunos, al tener que enfrentarse a su nueva situación. Había terminado la seguridad que ofrecía el barco al que con esfuerzo se fueron acostumbrando a lo largo del viaje. La comida servida y abundante, el techo seguro, las amistades... ¡ah¡ las amistades. En ocasiones esas amistades y familiares incluso, proseguían viaje hacia Buenos Aires con lo que la soledad se hacía insoportable, invitando a más de uno al suicidio, como en cierta ocasión una mujer casada por poderes no pudo soportar el no encontrar en el muelle a su flamante marido. Había ido a tierra a telefonear y volvió a bordo donde tomó la determinación de acabar con su vida, cosa que no lograría gracias a la intervención del médico de a bordo.


Desembarco de emigrantes gallegos

La alegre y dulzona música brasileña, sonaba por todos los altavoces del barco en señal de despedida para aquellos que bajando por la escala real, iban desembarcando. Se alejaban volviendo continuamente sus cabezas, como queriendo fijar en sus retinas la bella imagen del “Monte Urbasa” desde la perspectiva, en que por vez primera lo vieran en La Coruña... Una fila humana homogénea de color grisáceo, flanqueada por maletas de cartón y atados de diversas formas y volúmenes, caminaba lentamente hacia la Aduana para pasar el primer control, antes de incorporarse a la vorágine que les aguardaba más allá de las rejas que separaban el área portuaria, de la gran ciudad.

El anecdotario en espacio tan reducido como el de un barco de pasajeros, en el que conviven durante semanas cientos de personas, puede ser inagotable. Pero hubo en este viaje un caso insólito que merece la pena relatar.

En primera clase no solíamos llevar pasajeros en viaje de ida a Sudamérica. En esta ocasión embarcó en La Coruña un hombre educado y elegantemente vestido que derrochó simpatía y dinero durante todos los días que duró la travesía. Bebía y comía lo mejor de lo mejor, invitando en el bar de primera clase a toda la oficialidad en cuanto uno aparecía por allí. Su profesión, según nos confesó, era la de óptico y su intención abrir en Copacabana un negocio de grandes vuelos relacionado con sus conocimientos. Hizo una despedida a bordo en la que no faltó de nada y desapareció del barco sin dejar más rastro que el de una buena cuenta impagada en el bar de primera y sus maletas en el camarote.
Al cabo de unos meses, en mi tercera escala en Río de Janeiro, me lo encontré en Praça Maua portando una bandeja colgada del cuello, en la que ofrecía a los viandantes gafas ahumadas de toda índole.

Pablo

Foto 1: El "Monte Urbasa" visto desde el palo de proa.
(de mi primera entrada en Río)

Foto 2: Desembarco de emigrantes gallegos

(Continuará)