Pablo Romero Montesino-Espartero

Pablo Romero Montesino-Espartero
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Camarote desde donde fueron escritas algunas de estas cartas-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Con este blog pretendo ir recopilando las cartas escritas por mi hermano Pablo Romero M-E, dirigidas a la familia, durante sus primeros años de navegación tras terminar su carrera de Marino Mercante allá por el final de la década de los años cincuenta, principio de los sesenta-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------.

jueves, 15 de agosto de 2013

LAS MADEIRA, FUNCHAL, EL TRIGO ARGENTINO

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
 
Con mi colega de fatigas Urrutia. Escollera de Funchal 1959
 
Carta 25

La navegación hasta las Madeira ha sido un paseo delicioso cabalgando montado en los alisios. Daría cualquier cosa por encontrarme a bordo de un velero. Este viento me llevaría en volandas navegando a “orejas de burro” con viento y mar en popa. No pierdo la esperanza de poder hacer a vela algún día la travesía del Atlántico con un compañero de la carrera.
 Dimos vista a la costa avanzada la noche, y como el tiempo ha sido favorable nos hemos adelantado al horario de llegada y lo compensamos dando la vuelta completa a la isla para llegar a Funchal al amanecer.

Al doblar Punta Pargo se nos ofreció a la vista un espectáculo maravilloso. La isla es muy montañosa y con acantilados escabrosos. Desde la ciudad, parten un número indeterminado de calles y carreteras montaña arriba, iluminadas por tenues luces amarillentas que serpenteantes se asemejan a gusanos de luz o luciérnagas temblorosas por efecto de la distancia que nos separa de ellas. A medida que la luz del amanecer las va apagando, van apareciendo en las faldas de los montes circundantes, cientos de casitas blancas de rojos tejados que me traen a la memoria la bahía de Río de Janeiro. En la isla no se ve un palmo de terreno llano, todo está en pendiente desde el nivel del mar. Al abrigo de la costa, el alisio se modera convirtiéndose en una brisa primaveral que nos trae al barco el olor característico a tierra húmeda.
 En el puerto no hay más barco que el nuestro y algún pesquero. No hay grúas y los muelles están tapizados de redes de pesca con gentes cosiéndolas. El negro de sus indumentarias no se casa con los colores alegres de los que está impregnada esta isla.

 Hemos iniciado la descarga de las mil toneladas de trigo argentino, llevándose a cabo con un sistema insólito. La bodega está llena de mujeres que van ensacando el grano a razón de cincuenta kilos por saco y que los hombres apilan para formar la “izada” que los llevará al muelle. Esta modalidad de la era de los “clippers” hará que permanezcamos en Funchal al menos cuatro días, cosa que agradecemos.
 Hoy he dedicado la jornada al turismo y he cogido un autobús destartalado que sube al pico más alto de la isla y que fatigosamente cumplió su misión. A medida que ascendíamos, Funchal iba empequeñeciéndose hasta parecer una maqueta hecha con casas de muñecas rodeadas por un mar azul luminoso, con reverberaciones plateadas por efecto del esplendido sol del día.

El traqueteo de las ruedas del autobús al rodar sobre la carretera empedrada, llegaba a ser un tanto molesto, pero ¿cómo se puede uno quejar ante una obra tan asombrosa, que además sirve para deslizarse cuesta abajo en una especie de trineos hechos de mimbre y madera a velocidades de vértigo? Estos trineos suelen llevar a turistas muy valientes, que sentados cómodamente se ponen en manos de un “auriga”, que sin caballos desciende manejando el vehículo con los pies para cambiar su rumbo. Cuando toman las curvas se te ponen los pelos de punta, pero lo cierto es que todo el mundo se baja encantado. Habrá que probar.
 Una vez alcanzado el punto más alto accesible en cuatro ruedas, me puse a caminar y continué ascendiendo por la calzada, que al no estar frecuentada por vehículos iba tornándose verde entre las piedras, hasta que pude contemplar desde mi atalaya, la ciudad y su puerto. La vegetación es asombrosa y gatea monte arriba hasta desaparecer entre nubes blancas que bajan lamiendo las laderas y que cargadas de humedad dejan al pasar una agradable sensación de frescor en el rostro. Los olores que se perciben allá arriba son indescifrables y solo sé decir que al mezclarse el de la profusa variedad de flores con el de la tierra húmeda y las maderas en descomposición de los árboles muertos, distorsionan tu olfato hasta el punto de no poder distinguir a que huele y de que parte proviene el perfume.

 Hay regatos de aguas cristalinas que discurren entre la hierba y las flores y que en su camino hacia el mar van saltando entre las rocas formando pequeñas cascadas. Te paras para contemplar el espectáculo que se te muestra allá abajo y de pronto la nube del pico se deshace en penachos dejando pasar unos rayos de sol que dan a Funchal una mayor blancura si cabe.
 En mi afán por llegar a lo más alto, encontré en el camino una ermita de paredes desconchadas y tejados tapizados de musgo. Traspuse el umbral con cierto temor y quedé sobrecogido por la oscuridad y el silencio que reinaba en ella. Tan solo una mortecina lamparilla de aceite iluminaba la faz de un cristo despintado y ruinoso apoyado sobre el altar.

 Los cuatro bancos destartalados y comidos por la carcoma, el suelo lleno de excrementos de golondrinas y vencejos no invitaban a la oración, sí en cambio al salir al exterior, en donde se podía ver a Dios por todas partes.
 Al llegar abajo de nuevo, encontré en la parada a las dos pasajeras y esta vez sí me saludaron. Noté que se quedaron con las ganas de preguntarme algo, pero yo no hice el menor gesto de acercamiento y continué mi camino hacia el “Monte Urbasa” al que la pequeñez del puerto lo había convertido en un gran trasatlántico de cruceros.

Pablo
 

(continuará)