Pablo Romero Montesino-Espartero
La navegación hasta las Madeira ha sido un paseo delicioso
cabalgando montado en los alisios. Daría cualquier cosa por encontrarme a bordo
de un velero. Este viento me llevaría en volandas navegando a “orejas de burro”
con viento y mar en popa. No pierdo la esperanza de poder hacer a vela algún
día la travesía del Atlántico con un compañero de la carrera.
Dimos vista a la
costa avanzada la noche, y como el tiempo ha sido favorable nos hemos
adelantado al horario de llegada y lo compensamos dando la vuelta completa a la
isla para llegar a Funchal al amanecer.
Al doblar Punta Pargo se nos ofreció a la vista un
espectáculo maravilloso. La isla es muy montañosa y con acantilados escabrosos.
Desde la ciudad, parten un número indeterminado de calles y carreteras montaña
arriba, iluminadas por tenues luces amarillentas que serpenteantes se asemejan
a gusanos de luz o luciérnagas temblorosas por efecto de la distancia que nos
separa de ellas. A medida que la luz del amanecer las va apagando, van
apareciendo en las faldas de los montes circundantes, cientos de casitas
blancas de rojos tejados que me traen a la memoria la bahía de Río de Janeiro.
En la isla no se ve un palmo de terreno llano, todo está en pendiente desde el
nivel del mar. Al abrigo de la costa, el alisio se modera convirtiéndose en una
brisa primaveral que nos trae al barco el olor característico a tierra húmeda.
En el puerto no hay
más barco que el nuestro y algún pesquero. No hay grúas y los muelles están
tapizados de redes de pesca con gentes cosiéndolas. El negro de sus
indumentarias no se casa con los colores alegres de los que está impregnada
esta isla.
Hemos iniciado la
descarga de las mil toneladas de trigo argentino, llevándose a cabo con un
sistema insólito. La bodega está llena de mujeres que van ensacando el grano a
razón de cincuenta kilos por saco y que los hombres apilan para formar la
“izada” que los llevará al muelle. Esta modalidad de la era de los “clippers”
hará que permanezcamos en Funchal al menos cuatro días, cosa que agradecemos.
Hoy he dedicado la
jornada al turismo y he cogido un autobús destartalado que sube al pico más
alto de la isla y que fatigosamente cumplió su misión. A medida que
ascendíamos, Funchal iba empequeñeciéndose hasta parecer una maqueta hecha con
casas de muñecas rodeadas por un mar azul luminoso, con reverberaciones
plateadas por efecto del esplendido sol del día.
El traqueteo de las ruedas del autobús al rodar sobre la
carretera empedrada, llegaba a ser un tanto molesto, pero ¿cómo se puede uno
quejar ante una obra tan asombrosa, que además sirve para deslizarse cuesta
abajo en una especie de trineos hechos de mimbre y madera a velocidades de
vértigo? Estos trineos suelen llevar a turistas muy valientes, que sentados
cómodamente se ponen en manos de un “auriga”, que sin caballos desciende
manejando el vehículo con los pies para cambiar su rumbo. Cuando toman las
curvas se te ponen los pelos de punta, pero lo cierto es que todo el mundo se
baja encantado. Habrá que probar.
Una vez alcanzado el
punto más alto accesible en cuatro ruedas, me puse a caminar y continué
ascendiendo por la calzada, que al no estar frecuentada por vehículos iba
tornándose verde entre las piedras, hasta que pude contemplar desde mi atalaya,
la ciudad y su puerto. La vegetación es asombrosa y gatea monte arriba hasta
desaparecer entre nubes blancas que bajan lamiendo las laderas y que cargadas
de humedad dejan al pasar una agradable sensación de frescor en el rostro. Los
olores que se perciben allá arriba son indescifrables y solo sé decir que al
mezclarse el de la profusa variedad de flores con el de la tierra húmeda y las
maderas en descomposición de los árboles muertos, distorsionan tu olfato hasta
el punto de no poder distinguir a que huele y de que parte proviene el perfume.
Hay regatos de aguas
cristalinas que discurren entre la hierba y las flores y que en su camino hacia
el mar van saltando entre las rocas formando pequeñas cascadas. Te paras para
contemplar el espectáculo que se te muestra allá abajo y de pronto la nube del
pico se deshace en penachos dejando pasar unos rayos de sol que dan a Funchal
una mayor blancura si cabe.
En mi afán por llegar
a lo más alto, encontré en el camino una ermita de paredes desconchadas y
tejados tapizados de musgo. Traspuse el umbral con cierto temor y quedé
sobrecogido por la oscuridad y el silencio que reinaba en ella. Tan solo una
mortecina lamparilla de aceite iluminaba la faz de un cristo despintado y
ruinoso apoyado sobre el altar.
Los cuatro bancos
destartalados y comidos por la carcoma, el suelo lleno de excrementos de
golondrinas y vencejos no invitaban a la oración, sí en cambio al salir al
exterior, en donde se podía ver a Dios por todas partes.
Al llegar abajo de
nuevo, encontré en la parada a las dos pasajeras y esta vez sí me saludaron.
Noté que se quedaron con las ganas de preguntarme algo, pero yo no hice el
menor gesto de acercamiento y continué mi camino hacia el “Monte Urbasa” al que
la pequeñez del puerto lo había convertido en un gran trasatlántico de
cruceros. Pablo
(continuará)