Pablo Romero Montesino-Espartero
Carta nº 40
A bordo del San Salvador
Llevamos cerca de dos meses con nuevo
capitán. Embarcó en Génova, es italiano y afiliado al Partido Comunista a pesar
de haber pasado cuatro años de su vida prisionero de guerra en Rusia.
Es un tipo extraordinariamente delgado,
descuidado en el vestir, más bien bajo, de buen carácter, pero reservado,
desconfiado, fumador empedernido y que llega para sustituir a mi buen amigo el
capitán Cosín, también italiano y gran profesional que ha desembarcado por
vacaciones.
A los pocos días de embarcar notamos en él
cosas muy extrañas, como por ejemplo que sólo comiera pan y queso, acompañado
de solo café y en manera muy esporádica algo de pasta. Como Segundo Piloto llevo también la contabilidad
del tabaco de a bordo y he llegado a la conclusión de que fuma diariamente
cinco y hasta seis paquetes de cigarrillos.
Hace unos días le sorprendí en su mesa de
trabajo con un cigarrillo encendido en el cenicero, otro entre el dedo corazón
y el índice de la mano izquierda y un tercero entre el corazón y el anular de la misma mano.
Al entrar en su despacho me sorprendió de
tal forma que le pregunté a “bote pronto”:
“Capitán, ¿los fuma ahora de
tres en tres?”
Se miró la mano y como si le
hubiera dado un calambre los largó al suelo sobre la moqueta.
Si esto es sorprendente, lo es mucho más su
extraña actitud y comportamiento.
La puerta del puente de mando del San Salvador - que como Liberty
americano está concebido con el mayor pragmatismo – comunica directamente con
el despacho del Capitán, por tanto cuando ambas puertas están abiertas, el
oficial de guardia puede verle sentado ante su mesa de despacho a una distancia
de unos seis metros; en cambio, y
durante la navegación nocturna, el puente siempre permanece a oscuras, por lo
que es difícil que desde su mesa pueda ver los movimientos del oficial.
Todo esto viene a colación porque durante
mi guardia, le veía manipular una especie de cinta negra en doble, mientras
hacía cálculos sobre un papel. Dejaba el lápiz sobre la mesa y cogía la cinta
con los dedos pulgar e índice de su mano derecha, volteándola a veces y otras,
con los mismos dedos la hacía girar como una perindola por la doblez. Paraba,
depositaba cuidadosamente la cinta sobre sus muslo derecho, volvía a sus
cálculos y a los diez minutos repetía la acción así durante el tiempo que
permaneciera sentado. Tanta era mi curiosidad por saber que juego era ese, que
me decidí a observarle con los prismáticos desde el puente a oscuras, llegando
a la conclusión de que era una simple cinta negra y nada más.
En momentos de niebla o en maniobras de
atraque en puerto, desaparecía y se metía en el cuarto de derrota,
sorprendiéndole en más de una ocasión con la cinta en ristre que en un
santiamén se metía en el bolsillo en cuanto me veía aparecer. Aquello me tenía
tan intrigado que no pude aguantar la tentación y un buen día que le sabía
lejos de su despacho, entré en él, abrí el cajón en el que la guardaba después de cada sesión y la tuve
por fin en mis manos.
No era ni más ni menos que lo descrito. Una
cinta de seda negra en doble, que de tanto manipularla y girarla se le había
formado en la doblez una especie de chupete sucio de tanto manoseo.
Aún hoy me pregunto el por qué de esa manía
en los momentos difíciles o de nerviosismo. En nuestras amigables charlas
durante la navegación, solía contarme historias de su cautiverio y me leía
párrafos de su adorado libro rojo del “Manifiesto Comunista”. Nunca entenderé
que después de sus sufrimientos en Rusia, se hiciera comunista, y es que como
dicen en Andalucía, “hay gente pa to”.
Pablo