Pablo Romero Montesino-Espartero
Carta nº 45
De una carta a la familia
Me encuentro a 180 kms. río arriba de la
desembocadura del Sherbro. Pertenece
a Sierra Leona y es de una extensión que a pesar de la lejanía de la mar, tiene
18 kms. de anchura y el agua es salobre en la pleamar.
Llegué a Freetown, la capital de Sierra
Leona por vía aérea después de tomar cuatro aviones que me llevaron de Madrid a Milán, de Milán a
Zurich dónde enlacé con uno que procedente de Copenhague y con escala en Lisboa
me dejó en Monrovia, para allí tomar
otro de hélice con tripulación toda aborigen que me trajo a Freetown. En éste
último era yo el único blanco y aterrizamos en medio de un chubasco tropical
que hizo nos cambiara el semblante a los
doce pasajeros. ¡Nos pusimos todos del mismo color¡
Me han instalado en un estupendo hotel en el
que me tocará pasar unos días esperando a que llegue el “Santagata” mi nuevo
barco.
El vuelo sobre los Alpes y sobre el Sahara,
fueron dos espectáculos difíciles de olvidar.
Hace diez días que estamos cargando mineral
para Hamburgo en este infierno, rodeado de selvas y con temperaturas de
infarto, rodeado de salvajes que vienen en sus piraguas, rodean el barco y en
cuanto nos descuidamos suben a bordo por las cadenas de las anclas y nos roban
de todo. Tenemos diseminadas por la cubierta y en las puertas de los pañoles,
tachuelas para evitar que suban descalzos.
El
otro día se llevaron quinientos kilos de pinturas y hemos tenido que establecer
unas guardias en los costados del barco, con mangueras contra incendios de gran
potencia, que nos sirven para hundir las canoas que durante la noche se nos
acercan demasiado al casco.
Durante la navegación desde la
desembocadura hasta donde nos encontramos, nos han seguido grupos de tiburones,
que a pocos metros de la popa esperan que vaciemos los bidones de basuras.
A nadie se le había ocurrido la idea de
preparar un aparejo para intentar pescar uno. Pues bien, el otro día, cuando vi
que el cocinero iba a tirar por la borda
dos cajas con dos docenas de pollos en mal estado, a este cacereño, marino del
interior, se le ocurrió lanzar todos, uno a uno por la popa, a excepción de dos
que reservé para mi objetivo. Cuando comenté a los marineros que eran para
pescar un tiburón, se echaron todos a
reír.
Aquellos veintidós pollos, arrastrados por
la corriente y navegando en la más cómica fila india, tenían que atraer a algún
escualo. Fui a popa, armé un aparejo con un cabo de cien metros unido a un
alambre de acero de tres metros y este a su vez a un buen taco de madera. En el
extremo del alambre coloqué un
impresionante anzuelo de quince centímetros de caña, en el que finalmente
pinché uno de los dos pestilentes pollos, con su plástico y todo, largando el
aparejo al atardecer.
Ayer
de madrugada fui a popa a ver que había pasado con mi invento y noté que el aparejo estaba como una cuerda de
guitarra y se perdía bajo el casco del barco. Salí corriendo a llamar al
contramaestre y a cuantos encontré en cubierta. Pensaron que era una broma
hasta que empecé a gritarles nervioso de ver que podía escaparse si no
acudíamos pronto a halarlo. Hasta
tenerlo al costado no lo vimos. ¡Era un bicho impresionante¡ En su lucha por
soltarse del anzuelo durante la noche, se había clavado el alambre de acero a
todo lo largo de su costado y estaba casi sin fuerzas. Después de casi una hora
de intentos para enlazarlo con un cabo, entre más de ocho tripulantes, lo
metimos a bordo ayudados por una de las poleas de un puntal de carga.
Al abrirlo en canal vimos en su estomago
clavado el anzuelo y los plásticos de todos los pollos así como restos de
pescado aún sin digerir. Midió tres metros y calculamos que debía pesar más de
150 kilogramos. Su piel era como la lija, bastaba acariciarla para que se te
irritara la mano. Su boca tenía arriba y abajo tres hileras de dientes. Los más
internos se podían pinchar con el cuchillo y los externos daban pavor con su
forma de anzuelo y sierra a la vez. Los colmillos y algunos dientes me los he
adjudicado, pero el que más se ha llevado del escualo ha sido el capitán
siciliano, que a diario come tiburón. Yo lo probé y me pareció una carne
demasiado áspera. Las aletas están congeladas y son patrimonio del “viejo”. He
hecho muchas fotos con mi “Voiglander” que espero revelar en Rótterdam.
Las noches son asfixiantes y no entran
ganas de meterte en el camarote. Nuestra mayor diversión estriba en oír los
cánticos de los negros en las orillas del río, iluminadas en ciertos tramos por
hogueras. El Jefe de Máquinas, que como el Capitán es también siciliano, nos
alegra el alma tocando su mandolina y entonando canciones napolitanas, que
intentamos seguir con nuestras voces. A veces nos quedamos dormidos en las
hamacas y nos despertamos como si saliéramos de una ducha, tal es la humedad
reinante en este impresionante río.
Mañana terminaremos la carga completa de
mineral para Rótterdam y finalmente saldremos de este infierno de humedad,
mosquitos y calor sofocante. No vemos el momento de sentir en la cara la brisa
marina.
Pablo
Sherbro River, 28
Octubre 1966