Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
Temporal
Carta nº 52
De una carta a la familia
Queridísimos padres y hermanos:
Recibí vuestro telegrama que
me llenó de alegría después de tanto tiempo sin noticias. Llegó a mis manos en
navegación costeando la isla de Creta. La próxima vez hacedlo vía Berna Radio.
De Chipre a Gibraltar, y por causa del mal
tiempo, nos hemos visto obligados a buscar abrigo y fondear en la isla de
Creta, en Cabo Bon (Túnez) y por último al sur de Mallorca. Creo que los dos
días que precedieron a la última arribada forzosa, quedarán grabados en
nuestras memorias por muchos años.
El día 9 abandonamos el fondeadero de Cabo
Bon al que llegamos a duras penas debido al fuerte poniente. Permanecimos
fondeados al socaire de las montañas del cabo, hasta el día 10 por la tarde en
que el tiempo amainó.
El día 11
navegando las costas de Argelia, la estación inglesa de Malta lanzó al
aire un aviso de temporal en el Mediterráneo anunciando una vigorous depressión a unas doscientas
millas al oeste de Argel, desplazándose rápidamente hacia el este, con vientos
de hasta 150 kms. por hora en todas las zonas de Mediterráneo Occidental.
En donde nosotros nos encontrábamos, a unas
doscientas millas de las Baleares, el tiempo era manejable y nos permitía hacer
8 nudos. A pesar de todo y confiando en que los ingleses no se equivocan en sus
predicciones, pusimos rumbo al norte buscando el abrigo de las Baleares, ya que
la costa norteafricana fuera de Cabo Bon, no ofrece un solo lugar seguro. Este fue nuestro error,
no volver a nuestro anterior refugio de Túnez, aunque ello hubiera supuesto
hacer varios cientos de millas más. El día 11 a las siete de la tarde, Malta
repitió de nuevo el aviso de la profunda depresión, cuando ya nos encontrábamos
a mitad de camino entre la costa africana y las Baleares. El tiempo continuaba
discreto y no salíamos de nuestro asombro pensando como se podían haber
equivocado los ingleses, infalibles en sus avisos de temporal para la marina.
A las diez de la noche-cosa extraordinaria
en la estación meteorológica de Malta-repitió otra vez el aviso, pero esta vez
daba rumbo NE a la depresión, con lo cual indefectiblemente cruzaría nuestra
derrota. El barómetro hacía ya tres horas que bajaba a velocidad de vértigo
hasta alcanzar los 745 mm.
El capitán, triestino jubilado de la Marina
Mercante italiana, me pidió que terminada mi guardia, permaneciera en el puente
junto a él hasta que viéramos que sucedía.
A las doce de la noche empezó a soplar
fuerte el viento y dos horas más tarde dio comienzo nuestra odisea, que duró
hasta las ocho de la noche del día 13, en que llegamos a la costa meridional de
Mallorca.
De madrugada, cuando vimos que sería
imposible alcanzar Mallorca, empezamos a moderar máquina hasta quedar a la capa
a una velocidad de 1 nudo. Hacia las cuatro de la mañana, el viento alcanzaba
su máxima fuerza que se mantuvo por espacio de doce horas.
Ni el capitán- con cuarenta años de
experiencia de mar- ni yo, ni miembro alguno de la tripulación en nuestros años
de vida marinera, habíamos padecido un tiempo semejante. El capitán aseguró que
era superior al coletazo del ciclón Berta que hace años le cogió en el
Atlántico Norte.
Es muy difícil describir la fuerza de un
viento de más de ciento cincuenta kms.por hora y olas de hasta doce metros de
altura, pero para que os hagáis una idea
trataré de explicaros sus efectos en un barco de 140 metros de eslora y un
desplazamiento en carga de 15.000 toneladas.
Dada la amplitud del seno de la ola, el
barco, en espacio de segundos recorre una distancia del doble de la altura de la ola, bajando con
la proa casi en picado, de tal forma que cuando ésta llega al fondo del seno,
el palo de proa, con sus dieciséis metros de altura lo ves por debajo de la
cresta a la que debes subir, si todo va bien; cuando esto no sucede debido a la
falta de estabilidad longitudinal o a que el timonel se ha salido del rumbo de
capa, la ola rompe en cubierta inundándola con cientos de toneladas de agua que
destrozan todo lo que encuentran a su paso, obligando al barco a sumergir la
mitad de su eslora y sometiéndolo a un esfuerzo terrible para poder emerger de
nuevo. Son momentos angustiosos pues al tiempo que la proa inicia su
recuperación, estás viendo venir a la siguiente que se te echa encima sin
compasión. Todos los remaches de las cuadernas chirrían como si de un momento a
otro el casco fuera a partirse en dos;
en el puente no puedes permanecer de pie sin estar férreamente agarrado a un
pasamanos y cuando desciendes lo haces a tal velocidad que tienes la impresión
de estar en una “montaña rusa”. A todo esto hay que añadir el “efecto noche”
que te produce una sensación de soledad indescriptible, y el miedo a perder la
vida se te echa encima cuando ves iluminada por la tenue luz de posición del
palo de proa, la montaña de agua a la
que has de subir para librar su brutal embestida.
El viento sopló durante toda la noche con
su máxima intensidad. Un viento rabioso, incansable y de una fuerza
indescriptible. Rompió, rasgó, dobló y destruyó cuanto quiso. Los golpes de mar
retorcieron barras de acero, astillaron maderas, desplazaron de sus camas a los
botes salvavidas y a uno de ellos de fibra tan dura como el acero y situado a
diez metros sobre el nivel del agua, lo abolló como si fuera de cartón. Maderas
de más de cuatro centímetros de espesor las arrancó de cuajo y las hizo saltar
por los aires, volando como hojas de papel.
Las crestas de algunas olas que pasaban
sin afectarnos, las veíamos desplazarse por nuestros costados a la altura de
nuestros ojos a pesar de estar el puente a trece metros sobre el nivel del agua. El viento convertía
esas crestas en agua pulverizada que barría con inusitada fuerza los cristales
del puente dejándonos sin visibilidad, y cuando salíamos al alerón para hacer
lecturas de los instrumentos meteorológicos, la cara se nos deformaba por
efecto de la fuerza del viento en cuanto nos exponíamos a él. Respirábamos agua
salada en suspensión durante los minutos que duraba la observación.
Cuando la popa se alzaba al paso de la
ola, la hélice de cinco toneladas, salía del agua y se volvía loca girando en
vacío, haciendo vibrar todas las
superestructuras del “Uje”.
En la pantalla del radar, las olas aparecen como
manchas anaranjadas discontinuas cubriéndola en todo su alcance, no permitiendo
distinguir objeto flotante alguno en un radio de 25 millas. Navegamos a ciegas
pues el agua espolvoreada de las crestas de las olas reducen la visibilidad a
cero.
Durante toda la noche, el capitán y yo permanecimos en
el puente, junto al radiotelegrafista y el timonel, cuyo cambio de guardia no
se efectuó hasta el amanecer por miedo a que el relevo perdiera el “son” del
rumbo de capa que estábamos manteniendo a duras penas.
Cada perdida del rumbo suponía un duro
golpe de mar que hacía retorcernos como
si nos fuéramos al fondo del Mediterráneo por un sumidero.
El capitán que es un pesimista
recalcitrante, estaba a mi derecha y como yo, agarrado al pasamanos del frontal
del puente, aguantando cada embestida. Durante aquella noche, no se cuantas
veces me dijo:
“Pablo, de esta no salimos”.
“Parece una montaña, fíjate esa que viene,
nos va a destrozar el castillo de proa”.
“Si tuviéramos una avería en el motor,
atravesados a la mar nos iríamos al fondo en cinco minutos”.
El miedo hace que se te seque la boca y que
una y otra vez te preguntes qué estas haciendo en medio de todo lo que sucede a
tu derredor. Las ganas de salir corriendo se hacen casi irrefrenables y tienes
que hacer un enorme esfuerzo por no gritar. A pesar de todo me permití más de
una vez a lo largo de la noche, bromear preguntándole dónde le gustaría estar
en aquel momento.
En un radio de 300 millas, el telegrafista
nos informó de siete S.O.S, alguno muy cerca de nuestra situación. De los
siete, tres de ellos se fueron a pique aquella noche y otro se estrelló contra
las costas de Cerdeña.
Con las primeras luces del alba, el
temporal fue cediendo y poco a poco fuimos saliendo del rumbo de capa, para
dirigirnos a Mallorca e intentar recuperar fuerzas, reparar averías y meditar
sobre los acontecimientos.
Llegando a Palma de Mallorca, se nos acercó
un remolcador y con el megáfono nos preguntó si habíamos visto a un carguero
con una cubertada de madera que había pedido socorro. Aquello nos pareció un
sarcasmo. Aquella noche cada cual vio únicamente la manera de salvar su barco y
la vida, cualquier ayuda hubiera sido imposible en aquellas mares montañosas,
con vientos de huracán que barrían las crestas de las olas no permitiéndonos
ver ni tan siquiera la proa del barco.
Termino esta carta navegando de Finisterre a
la isla de Ouessant en el Canal de la Mancha, con buen tiempo y deseosos de
poner los pies en tierra firme.
Daría cualquier cosa por estar con
vosotros.
Pablo
Canal de la Mancha
a 17 de Diciembre de 1967