Pablo Romero Montesino-Espartero
Esperando
al piloto en el aeropuerto de Pisco
Pisco (Perú), 12 de Noviembre de 1969
De una carta a la familia
Nos encontramos en un puerto natural del
Perú y base de una gran flota pesquera, que faenando a tan solo escasas millas
de la costa, se permite el lujo de cargar en cada uno de sus barcos diez o quince toneladas de anchoa en pocas
horas de pesca. Es asombroso ver como al atardecer regresan a puerto a plena
carga, arrastrando el saco porque en las bodegas ya no les cabe más. Hemos
venido a este puerto para cargar el producto que obtienen con esa anchoa, que
no es otro que la harina de pescado, que en Europa sirve para fabricar el
pienso que se da a las aves. Esta mercancía aparentemente inofensiva es muy
peligrosa pues es autocombustible debido a su riqueza en nitrógeno. A veces se
produce un incendio en el centro de la bodega muy difícil de atajar. La carga
se convierte en un gran brasero que paulatinamente va avanzando sin humo hasta llegar
al costado o la cubierta. Las altas temperaturas deforman las estructuras del
barco hasta quebrarlo obligando a la tripulación a abandonarlo. El agua no
resuelve el problema pues cuando aflora el fuego, ya es demasiado tarde. En
fin, una mercancía que no se como no les sienta mal a las gallinas.
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Ayer domingo fue un día muy especial para
mi, pues llevamos a cabo un vuelo en una “Piper Cherokee” que no me resisto a
relataros.
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Todo empezó cuando conocimos a un piloto de
avioneta, que sirve a las compañías pesqueras para localizar los bancos de
anchoa. Estuvo a bordo de visita y nos propuso un vuelo turístico al Capitán y a mí.
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Acudimos al aeropuerto de Pisco a la hora
de la cita y la primera sorpresa fue ver que la avioneta estaba, pero el piloto
no.
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Al cabo de una hora de espera, apareció en
una camioneta que llevaba en su caja dos grandes bidones de gasolina que había llenado en una gasolinera de la
carretera, porque, según nos dijo, al ser domingo, el surtidor del aeropuerto
estaba cerrado.
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Si nos sorprendió el hecho, más lo fue en
la manera en que repostó el aparato. Con un vulgar embudo y un paño de filtro,
le metió en ambas alas los dos bidones de combustible. Aquello a mi no me
pareció muy ortodoxo y miré al Capitán de manera inquisitoria, pero al no ver
en él signo alguno de alarma y sabiendo
lo profesional que es a bordo del “Alacrity”
, no le di más importancia al asunto.
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El piloto de unos 21 años se
acomodó en el asiento izquierdo, el Capitán en el derecho y yo en el “ahí te
pudras” teniendo que adoptar una postura un tanto incómoda, pues es el
portaequipajes del avión que al no llevar maletas, puede habilitarse como asiento para otro pasajero.
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Una vez los tres a bordo, el
piloto le dio al arranque.
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Primero con cierto espacio de tiempo entre
prueba y prueba y después de forma continuada, sin que el motor hiciera la
menor explosión o signo de querer ponerse en marcha, entre otras cosas porque
la batería se le había agotado.
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Aquello a mi me tranquilizó,
pues pensé para mis adentros que iba a tener suerte y al final no volaríamos
con un piloto tan joven y regresaríamos a bordo del barco donde a mi me
esperaba mi “inca”, que había venido desde Lima en su Hillman para encontrarnos
y pasar unos días juntos.
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Pero estaba equivocado. El
piloto abrió la ventanilla y le grito al chofer de la camioneta:
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“Dale a la hélice”
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El chofer hizo el signo del
OK y le preguntó al piloto:
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“¿contacto?”, asintiendo éste
con la cabeza al tiempo que giraba la llave del panel de mandos.
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Una vez, dos veces, tres
veces...y aquella hélice no llegaba a hacer ni medio giro y sin el menor signo
de que el motor fuera a arrancar.
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Llegado este momento, le dije
al Capitán:
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“Yo me bajo”
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Pero como para que yo pudiera
salir de mi cubículo, debía al menos salir del avión uno de los dos que iban
delante, no hice el menor ademán, cosa que el Capitán aprovechó para soltarle
al piloto:
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“¿Por qué no prueba con la
batería de la camioneta?”
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Ni corto ni perezoso, se
bajó, habló con el chofer y éste saco unos cables de pinzas llenos de grasa y
porquería, que yo no los hubiera tocado ni con un pie.
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El piloto abrió el capó de la
avioneta, conectó los cables a su batería y el chofer hizo lo propio en su
vehículo, subiendo de nuevo al avión dispuesto a intentarlo una vez más.
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En el ínterin, le dije al
Capitán que no debíamos continuar subidos en aquella bomba ni un minuto más. Me
tranquilizó y me dijo que quedaríamos en mal lugar si no esperábamos a la
última intentona, lo cual acepté, pues
tenía la convicción de que aquello no echaría a andar.
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A medida que la hélice giraba
perezosamente gracias a la batería de la camioneta, los cables se calentaron y
comenzaron a echar humo blanco en toda su longitud, y cuando parecía que iban a salir las primeras llamas, el motor
arrancó y luego de varias explosiones comenzó a sonar redondo que daba gusto
oírlo.
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La primera sensación que
sentí al notar que las ruedas se separaban del suelo, fue, para que negarlo, de
ese miedo que no te permite articular palabra.
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Una vez en el aire, al
Capitán se le ocurrió la sana idea de proponerle al piloto que diera una pasada
al “Alacrity” para impresionar a las
chicas y a la tripulación.
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Ni corto ni perezoso bajó
hasta vista de pájaro y voló a lo largo del barco, mientras veíamos como la
tripulación que sabía de nuestra aventura, salía a cubierta para saludarnos.
Esto al Capitán no le pareció suficientemente bajo y le espetó:
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“¿Pero es que no puede bajar
más?”
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Sacó los flaps a tope, giró
ciento ochenta grados y volamos a la altura de la cubierta principal, con lo
que pudimos ver a la gente saludarnos como si en un tren pasáramos por una
estación de tránsito a toda velocidad. Fue escalofriante, pues además redujo
las revoluciones del motor hasta tal punto, que la hélice parecía que se iba a
parar de un momento a otro y que nos íbamos a ir al agua.
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Una vez terminada nuestra
demostración, dirigió el avión hacia una montaña en la cual aparecía como
esculpido en ella, un gigantesco candelabro de cientos de años de antigüedad y
que ocupa casi en toda su extensión, su vertiente occidental. Cuando lo tuvimos
enfilado, nos mostró el rumbo de la aguja magnética y nos dijo que siguiendo
ese rumbo, llegaríamos a nuestro destino, que no era otro que el de las famosas
figuras de Nazca, motivo de nuestra excursión.
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Sobrevolamos la ciudad inca
de Ica, rodeada por un desierto de arenas blancas como la nieve y desde allí
pusimos proa a levante elevándonos hasta los 2.000 metros, volando a vista de pájaro
sobre las estribaciones de los Andes, que corrían de Norte a Sur bajo un manto
de nieve a miles de metros por encima del nivel de nuestras cabezas. Giramos a
poniente, dejando las montañas por nuestra cola y abajo el desierto de Nazca en
un altiplano, salpicado aquí y allá con
alguna laguna de aguas verdosas rodeada de tierras rojizas color cobre viejo.
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Volando sobre las enigmáticas líneas de
Nazca
Bajamos a poco más de 300
metros de altura, y con un calor sofocante
y una calima que disminuía nuestra visibilidad, la avioneta comenzó a hacer
numeritos de circo inquietantes. Yo que jamás me había mareado en ningún barco,
el hecho de no poder recibir un soplo de aire del exterior y aquellos
movimientos extraños, estuvieron a punto de provocarme mi primer mareo en un
móvil.
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El horizonte casi invisible y
color panza de burra, no permitía ver nada interesante a pesar de volar tan
bajos.
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El piloto nos invitó a que
miráramos bajo nosotros y tan solo pudimos notar que entre tanta tierra rojiza,
aparecían unas manchas blancuzcas sin formas que no decían nada y unas líneas
en el suelo poco definidas que pasaban casi desapercibidas.
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Describiendo círculos a modo
de espiral, empezó a subir el avión
hasta alcanzar los 2.000 metros de altura y nos dijo que observáramos las
manchas blancas del suelo.
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Lo que en un principio, a
baja altura, nos parecieron manchas sin interés alguno, desde nuestra nueva
posición, se habían convertido en fantásticas figuras, perfectamente definidas,
de insectos descomunales, pájaros exóticos
figuras humanas, una araña, un perro, un mono, un cóndor y enigmáticas líneas formando rectángulos,
triángulos, espirales a cientos y en todas direcciones, prolongándose algunas
de estas líneas a través de valles y
ríos, kilómetros y kilómetros en un suelo desértico. Toda esta asombrosa
visión, se encuentra diseminada en más de quinientos kilómetros cuadrados en
una meseta, por tanto absolutamente imposible de poder ser contemplada desde
tierra. Se han llevado a cabo estudios intentando descubrir el objeto para el
cual fueron hechas, barajándose incluso la posibilidad de que tuvieran
un origen extraterrestre, lo cierto es que hasta el momento únicamente se sabe
que tienen una antigüedad de 2.000 años y que fueron realizadas a base de
piedras blancas y barriendo la tierra rojiza para que aflorara el subsuelo
blanquecino.
La razón por la cual no se han borrado a lo largo de los siglos es porque no sopla jamás una brizna de aire en la zona. Después de sobrevolar el desierto de Nazca por espacio de media hora, nos dirigimos hacia el oeste buscando la costa del Pacífico, con la impresión de que habíamos contemplado algo insólito que muy pocas personas de nuestro siglo habían podido disfrutar y con la sensación de que aquello era algo enigmático que nos haría reflexionar durante mucho tiempo, haciéndonos siempre la misma pregunta:
¿Más
bajo? Pasada al Alacrity con la Piper Cherokee en Pisco
La razón por la cual no se han borrado a lo largo de los siglos es porque no sopla jamás una brizna de aire en la zona. Después de sobrevolar el desierto de Nazca por espacio de media hora, nos dirigimos hacia el oeste buscando la costa del Pacífico, con la impresión de que habíamos contemplado algo insólito que muy pocas personas de nuestro siglo habían podido disfrutar y con la sensación de que aquello era algo enigmático que nos haría reflexionar durante mucho tiempo, haciéndonos siempre la misma pregunta:
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¿con qué fin si no se pueden
ver más que desde el aire y a considerable altura?
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Alcanzada la costa, la
recorrimos de sur a norte volando sobre los acantilados contra los que las olas
se estrellaban de forma espectacular. La blanca espuma de las rompientes
contrastaba con el color ocre de la costa y el azul de un mar transparente que
nos permitía ver a los delfines salpicando aquí y allá la superficie del agua
con sus zambullidas y coletazos.
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Después de recorrer cerca de
800 kms. aterrizamos felizmente en el aeródromo de Pisco, sin más contratiempo
y felices de cuanto habíamos visto, a pesar del susto inicial.
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Pablo
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