Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
Nochebuena de 1959 en el Club Náutico de Buenos Aires, con la que
años después cruzaría el Atlántico, para intentar hacerme argentino.
Carta nº 20
Cumplidos nuestros deberes y obligaciones y formando una
especie de binomio perfecto con mi compañero gallego, nos lanzamos a la
conquista de la “city”. Los negocios marchan bien, por lo que disponemos de
abundante plata para corrernos más de una “farra” con taxi a la puerta.
Solemos, como principio de fiesta, cenar en un buen
restaurante un churrasco de esos que solo en Buenos Aires se pueden “catar”.
Las calles huelen a carbón vegetal y carne asada que preparan a la vista,
impregnándolo todo con su olor característico. Es asombroso el despilfarro que
hacen de ella. En España comeríamos tres adultos con una porción de estas. La
mitad del plato se va a la basura a pesar de su exquisitez. Pero lo más
asombroso es saber que la carne de la res sacrificada o se consume o se
deshecha, tal es su abundancia y bajo precio, que no les interesa congelarla
para un posterior consumo. Por todas partes se nota el bienestar social. Cines,
teatros, restaurantes, tiendas, librerías- sorprendentemente abiertas hasta
altas horas de la madrugada – con gente dispuesta a gastarse hasta el último
peso. Para nosotros, los españoles, los precios son muy asequibles y en según
que cosas muy baratos. Todo lo relacionado con la alimentación, la piel, los
tejidos de lana, los transportes y la diversión están baratos. Una noche con
restaurante, baile y taxi nos cuesta unas cien pesetas o dicho de otra forma,
un cartón y medio de cigarrillos- precio de compra en Canarias.
Se ven buenos automóviles americanos, algunos de ellos
ocupados por hombres que peinan canas y que practican un deporte desconocido en
España. Se trata de orillarse a la derecha en una calle principal y seguir a
una chica a velocidad peatonal, invitándola insistentemente a montarse en el
coche. Algunos se hacen varios kilómetros en las grandes avenidas y consiguen
su fin cuando ya el radiador echa humo. Esta formula de conquista, en España,
además de “ligarte” una buena multa, causaría risa a todos los transeúntes.
Aquí en cambio se ve como lo más natural del mundo, hasta el punto de que a
veces hay más de un coche detrás de la misma “pebeta”.
La primera vez que fui a bailar en Buenos Aires, y como
caballero español de ley, me acerqué a la mesa de una encantadora bonaerense y
con gesto amable y educado, le pedí que bailara conmigo. Me miró sorprendida y
me dijo:
“Lo siento “gallego”, me tenés que cabecear”
Regresé con la cabeza baja y un hombre de mediana edad con
el que compartíamos la mesa, me soltó:
“Qué gallego...¿ te calabaceó la piba... ? Fiiijáte como
hace el gaucho que está apoyado en la columna”
El “gaucho” que estaba apoyado en la columna, medía casi
dos metros y era un
dandy de cabello repeinado, pantalón estrecho y zapatos de dos colores. Desde
su situación privilegiada, dominaba toda la sala e iba fijando su mirada unos
segundos en las chicas que estaban sin pareja. De vez en cuando paraba su ojeo
en una de ellas y sin apartar la vista del “blanco”, le hacía dos o tres
inclinaciones de cabeza, casi imperceptibles para un neófito del “cabeceo” como
era yo. El resultado era, que de pronto, el “gaucho” se ponía en movimiento al
mismo tiempo que la “ piba “que estaba a más de quince metros de distancia,
para finalmente encontrarse ambos uno frente al otro en la pista. Se puede
decir que la sacó a bailar vía radio.
“Eso es cabecear a una mujer en Argentina”, me soltó mi
compañero de mesa.
En el curso de la
noche lo intenté en varias ocasiones, hasta que por fin me salió de una forma,
que no pareciera que mi “cabeceo” lo hubiera aprendido en una clase de
gimnasia. No podía creer que aquella mujer que desde tan lejos caminaba hacia
la pista, viniera a mi encuentro. Pero si esto me sorprendió, no lo fue menos
el que ya frente a mí, no me permitiera cogerla para iniciar el baile. Yo la
miraba sin preocuparme del entorno y de nuevo, pasados unos segundos, lo
intenté por segunda vez cuando ya la pieza iba por la mitad. Entonces me di
cuenta de que todas las parejas estaban paradas mirándose o hablando, hasta
que, como si alguien diera la salida, todos nos pusimos a bailar. Quizás lo más
interesante fuera que la chica te aguantaba hasta la tercera pieza... y vuelta
a cabecear. Después supe que eran costumbres arraigadas en zonas más bien de
nivel social medio bajo, si bien la “piba” lo era de nivel medio alto.
Pablo
(continuará)
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