Pablo Romero Montesino-Espartero
A bordo del "Sincerity" buscando la Torre de Hércules
Carta nº 71
De
una carta a la familia
Continuación de la carta anterior
Hoy hace exactamente dieciséis días que
llegamos a Polonia durante los cuales he vivido intensamente, amado mucho y
trabajado poco.
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Hace unos días al pasar el control de
pasaportes a la salida del puerto me encontré
de nuevo a Tania atendiendo en su ventanilla a los marinos que salíamos
del puerto. La he visto en otras ocasiones en las que siempre le había
demostrado mi admiración por sus encantos femeninos. Es rusa, tiene treinta y
tres años y está casada por lo que siempre me limité a ser simplemente cortés
con ella. Pero mira por dónde, un compañero me dijo que no perdiera el tiempo y
que hiciera algo más, ya que ella al parecer se interesaba por este cacereño. A
mí Tania no le falta de nada. Seguro del
terreno que pisaba, la cité ocultando mi conocimiento de su estado civil. Me
contestó que no podía encontrarse conmigo en ningún local pues como
funcionaria, le estaba prohibido intimar con extranjeros. El problema quedó
resuelto encontrándonos en la casa de la amiga del Tercer Oficial del Alacrity buen amigo y compañero, que no
puso inconveniente alguno. Otra vez compartiendo techo con otra pareja.
Habitación y salón bastante grande para lo que se lleva por aquí. Desde su
ventana se puede contemplar el paisaje nevado más bonito que he visto en mi
vida. Música, vodka, cigarrillos americanos, comestibles aportados por dos
pudientes marinos españoles, calor de estufa de carbón y mucho amor.
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El día de nochebuena nos reunimos en este
apartamento el Capitán, el Jefe de Máquinas, el Tercer Piloto, el Telegrafista
y yo, cada uno, a excepción del Capitán, con su respectiva “banquera”. Trajimos
del barco en una furgoneta dos pavos asados, champagne, vodka, vinos, spaghetties,
pescados, dulces variados, conservas de todo tipo, adornos navideños y regalos.
Con todo el material y dirigiendo la operación vino también el cocinero del
barco, hombre divertido dónde los haya y buen profesional que preparó una cena
pantagruélica que dejó al personal perplejo, especialmente a nuestros amigos
polacos, que vieron aquello como un milagro de la virgen de Cracovia. Tuvieron
que pedir sillas a unos vecinos para poder sentarnos todos alrededor de una
vieja mesa de madera. La cena resultó un éxito y como ésta gente es tan
religiosa, tuvimos que acompañarlas a la Misa del Gallo, pero nos vimos
obligados a quedarnos fuera de la
iglesia porque estaba hasta los topes. Con cerca de 20 grados bajo cero y no pudiendo
entrar en calor de otra forma, los latinos nos alejamos de la puerta y nos
liamos a tirarnos bolas de nieve y a correr de un lado para otro como caballos
desbocados Creo que los feligreses lo entendieron, porque una vez finalizada la
ceremonia, recogimos a nuestras polacas y no nos lo tuvieron en cuenta.
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El otro día tuve un contratiempo que me
podía haber costado muy caro. Gracias al Capitán, profesional donde los haya y
buen amigo mío, todo quedó en un susto mayúsculo.
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Generalmente el cambio de moneda lo hacemos
en el mercado negro de la ciudad, para evitarnos problemas a la salida del
puerto, pero esta vez caí en la tentación de hacerlo cómodamente a bordo, pues
el cocinero tenía una buena remesa de zlotis
de no se sabe que extraña procedencia y me ofrecía un cambio estupendo.
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Nada
más poner los pies en tierra, un oficial de aduanas, me hizo la pregunta de
rigor:
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“¿Cuántos dólares y zlotis lleva encima?”
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Tiré de cartera y como un auténtico panoli
le enseñé todo mi capital, cifrado en unos tres mil zlotis.
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Debo aclarar que oficialmente el Capitán
entrega a cada tripulante el dinero polaco que desee, pero al cambio oficial,
lo cual sale carísimo.
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Inmediatamente el oficial me volvió a
preguntar:
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“¿En
dónde ha obtenido estos zlotis?”, a
lo que respondí:
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“Me los ha entregado el Capitán”, (cambio
oficial).
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Sin mediar otra palabra me
cogió del brazo y me llevó detenido a las oficinas de la policía del puerto en
cuyas paredes colgaban una al lado de la otra, fotografías de Lenin y Marx.
Allí, una mujer uniformada de cabellos estirados y moño, con toda la pinta de
una inquisidora del KGB, me volvió a hacer las mismas preguntas en presencia
del aduanero, obteniendo con ello las mismas respuestas. Descolgó el teléfono e
hizo una llamada y me dijo:
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“Está Vd. mintiéndonos, el agente
de su compañía naviera nos dice que las numeraciones de los billetes que tiene
en su cartera, no coinciden con las serie de los que le entregaron a su Capitán
para la tripulación.”
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Me temblaron las piernas pues
había oído hablar de las leyes tan estrictas en lo concerniente al tráfico de
divisas.
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Hicieron que me desnudara
hasta dejarme en calzoncillos, registrando hasta el último rincón de mi ropa y
me dijeron que estaría detenido hasta que el Capitán se hiciera responsable de
la multa o me quedaría en Polonia unos cuantos meses.
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Pasadas unas horas y acompañado por el mismo
oficial de Aduanas que me detuvo, llegó el cocinero que me había hecho el
cambio de moneda a bordo, con un pañuelo en la boca y tosiendo como un
tuberculoso. Delante de mí le obligaron a desnudarse, encontrándole unos
cientos de zlotis que como hice yo,
confesó que se los había entregado el Capitán (cambio oficial). Le registraron
hasta los calcetines, con cierta prevención por parte del oficial de Aduana,
pues tosía y tosía tapándose la boca con el pañuelo.
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La policía le confirmó que los números de
los billetes pertenecían a las series que el agente de la Naviera había
entregado al Capitán y que por tanto no había ningún problema y que se podía ir
tranquilamente. Pasaron varias horas, hasta que llamaron al Capitán para
explicarles que su Primer Oficial estaba detenido por tráfico ilegal de
divisas. Cuándo lo vi entrar en aquella tétrica y siniestra oficina, su pequeña
figura me pareció la de un gigante, que con su espada de fuego venía a
liberarme de las garras de aquella comunista, marxista, leninista polaca.
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Su defensa se fundamentó en
explicarles mi desconocimiento de las leyes polacas, el que fuera mi primera
visita a Gdynia y sobre todo en mi buena fe, ya que no había escondido el
dinero y el cambio lo había efectuado en la ciudad engañado seguramente por
alguna mujer.
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Después de cerca de cinco
horas detenido, salimos camino del barco con la lección bien aprendida y sin un
céntimo, ya que me “confiscaron” todo. Tan sólo se libraron unos dólares que
llevaba camuflados en el cuello de mi abrigo de cheviot. No hubo multa pues
ello hubiera significado papel oficial, con lo cual no habrían podido sacar
partido del botín, así es que todo se quedó en un buen susto.
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Una vez a bordo, le dije al
cocinero que se había librado por los pelos y le pregunté:
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“Pero ¿por qué coño tosía usted tanto en el
interrogatorio y el cacheo?”, a lo que contestó:
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“En el pañuelo tenía enrollados más de cinco
mil zlotis del mercado negro en billetes grandes”. Es
napolitano.
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Pablo