Pablo Romero Montesino-Espartero

Pablo Romero Montesino-Espartero
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Camarote desde donde fueron escritas algunas de estas cartas-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Con este blog pretendo ir recopilando las cartas escritas por mi hermano Pablo Romero M-E, dirigidas a la familia, durante sus primeros años de navegación tras terminar su carrera de Marino Mercante allá por el final de la década de los años cincuenta, principio de los sesenta-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------.

viernes, 20 de diciembre de 2013

CARTA DESDE EL EX – “RIVER CLYDE ”

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero



Foto: El "River Clyde"
(Visto por los pinceles de Rosa Turégano Trujillo)


Carta nº 31
 
 
CARTA DESDE EL EX – “RIVER CLYDE ”

Han transcurrido dos años desde que terminé mis prácticas de mar a bordo del barco de pasaje “Monte Urbasa”. Dos años más de estudios que me han permitido obtener el título de Piloto de Segunda Clase, gracias al cual he pasado de ser un Alumno de Náutica a Tercer Oficial de Puente. Esta carrera de obstáculos-como algunos la llaman-me ha costado hasta ah...ora, siete años desde que ingresé en la Escuela Náutica de Barcelona.

     Lejos quedan los baños a la luz de la luna en la piscina de Primera Clase, los bailes en cubierta de uniforme, las visitas de pasajeras al puente, la comida a la carta en el comedor de oficiales, las copas en el bar de primera clase o en el salón veranda. Ahora me encuentro a bordo de una chatarra, -pero de una chatarra histórica-, como oficial responsable de navegación.

    España, para nuestra desgracia, es la nación europea que más barcos viejos mantiene a flote y en la que más difícil se hace encontrar un puesto de trabajo para los Oficiales de su Marina Mercante. El “Maruja y Aurora” -otrora “River Clyde”- es uno de esos barcos chatarra o “candray”, que a pesar de su longevidad y de sus carencias hace que te sientas orgulloso de navegar en él.

     Construído en Glasgow en 1905, los británicos lo bautizaron con el nombre del río que le vio nacer: “River Clyde” . Hasta 1915 navegó como carbonero transportando en sus bodegas hasta 4.000 toneladas de carbón mineral desde el Reino Unido al Continente y Estados Unidos, y fue en Abril de aquél año cuando comenzó su epopeya en la Primera Guerra Mundial durante la batalla de Gallipoli en los Dardanelos.

     Convertido por azares de la guerra en “buque de desembarco”, llevó en sus bodegas a más dos mil soldados de los Royal Munster Fusiliers para desembarcarlos en el extremo sur de la Península de Gallipoli. Alemanes y turcos bien posicionados en lo más alto de los acantilados, barrían con sus ametralladoras a las tropas que iban saliendo de sus bodegas, y que por improvisadas pasarelas intentaban llegar a las playas. De los 1.100 hombres que lo intentaron, solo sobrevivieron 11 fusileros. Muchos barcos británicos fueron hundidos o dañados por los cañones alemanes a causa de errores estratégicos que se tradujeron en un desastre para las fuerzas de la Royal Navy. El “River Clyde” fue hundido en la batalla y reflotado en 1919. En 1929 fue comprado por un armador español rebautizándolo con el nombre de “Maruja y Aurora”.

Winston Churchill en su obra “La Crisis Mundial 1911-1918 “ hace el siguiente relato de los acontecimientos del día 25 de Abril de 1915 en los Dardanelos:
“Más de 2.000 fusileros de Dublín del regimiento Homspshire fueron amontonados en las bodegas del “River Clyde” y fueron llevados así hasta pocos metros de la orilla, cerca del fuerte de Sedd-el-Bahr en la península de Gallipoli...
...en cuanto las tropas irlandesas se precipitaron fuera de las bodegas del “River Clyde”, cayó sobre ellas un fuego aniquilador procedente de las ametralladoras turcas...

     En pocos minutos fueron muertos más de la mitad y el borde de la playa se encontraba lleno de muertos y moribundos...no obstante los fusileros de Dublín seguían lanzándose desde las entrañas del “River Clyde” al matadero sin vacilación alguna, hasta que sus superiores los detuvieron...El Comandante Unwin que había ideado emplear al “River Clyde” como barcaza de desembarco, continuaba perseverando por asegurar un puente de tablones entre el barco y la playa en medio de la tempestad de fuego, mientras los otros luchaban con heroísmo inigualable para salvar a los que morían o se ahogaban o para salvar el armamento”.
Y continua diciendo Winston Churchill:
“ ¡Se renovaban las escenas inmortalizadas por el general Napier en las brechas de Badajoz¡, pero todo fue en vano y gracias a las ametralladoras montadas en la proa del “River Clyde” no fueron exterminados los supervivientes de la playa...

      De los 9.000 hombres desembarcados, 3.000 estaban muertos y de estos, 1.100 habían salido de las bodegas del “River Clyde” que sucumbió bajo la artillería alemana.”

Esta acción supuso para marineros y oficiales de este glorioso barco, seis cruces Victoria entre otros honores.

     Debo confesar que cuando lo vi por vez primera en el puerto de Avilés, me entraron ganas de salir corriendo. El puente es como la caseta de un guarda -agujas de RENFE, sin más instrumentos de navegación que una aguja magnética, una sonda eléctrica y un radiogoniómetro poco o nada fiables.

     A la salida de puerto, con las bodegas cargadas con 4.000 toneladas de carbón mineral para Barcelona, el Capitán me dijo al abandonar el puente:
“Es todo tuyo, Pablo”.
Era la primera vez que me quedaba solo en el puente como oficial de guardia; era noche cerrada y teníamos escasa visibilidad. Desde el puente y a través de las lumbreras de la máquina, se oían las voces de los fogoneros echando carbón en los hornos de las calderas, mientras la chimenea iba dejando tras nosotros una estela negra como el carbón que llevábamos en las bodegas.
Sin quererlo venía a mi mente el puente del “Monte Urbasa” y me sumía en una cierta tristeza. Otra vez estaba como al principio, en el “penurias”, solo que ahora tenía al menos un sueldo decente.

     La primera hora fue de gran nerviosismo, pues entre otras cosas, hacía dos años que no pisaba el puente de un barco. Poco a poco fui cogiendo confianza en mi mismo y el resto de la guardia disfruté de la navegación costera. Hubiera dado cualquier cosa porque mis padres me hubieran podido ver “solo ante el peligro”.
 
Mi camarote se encuentra situado en la cubierta principal, esto es, a escasos tres metros sobre el nivel del mar cuando el barco va cargado. La puerta da directamente a cubierta, por lo que cuando el tiempo es duro y embarcamos golpes de mar, para entrar en mi camarote, tengo que coordinar mi salida de la Cámara de Oficiales, para entrar en él antes de que la mar haya golpeado en mi puerta. La técnica consiste en aprovechar el balance del barco a la banda contraria del camarote, para abrir y cerrar la puerta de la Cámara de Oficiales, salir corriendo por la cubierta, meterme en el camarote y cerrar de un portazo. A veces la alfombra flota en tres dedos de agua y la humedad se hace insoportable. Como toda calefacción tengo una estufa eléctrica que debo desenchufarla en cuanto empieza a entrar agua en mi cubil por peligro de electrocución.

     Nuestro heroico barco es bien conocido en los puertos del norte de Europa. Lo ven como un ave fénix que hubiera resurgido de sus cenizas y en algunos puertos ingleses tenemos que restringir las visitas de curiosos y nostálgicos. Han pasado cuarenta y siete años de la acción de Gallipoli y continúa siendo un barco famoso, respetado y admirado allá donde vamos. Varios artistas lo inmortalizaron al óleo, con su proa metida en una playa sembrada de muertos y los fusileros descendiendo a tierra bajo el fuego de las ametralladoras turcas y alemanas.

     Durante las horas de guardia y con la mirada perdida en el horizonte, la mente no puede evitar el imaginar las escenas terribles que se produjeron sobre la cubierta y las escotillas de las bodegas que uno tiene delante. El orgullo que te produce el llevar entre tus manos el timón de este barco heroico es quizás la única cosa positiva que veo en él pero... no me importaría cambiarla por unas condiciones mejores de navegabilidad y “confort”.
 

Pablo

En la mar Abril de 1962

(continuará)

jueves, 5 de diciembre de 2013

CARTA DESDE NIGERIA (II)

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
 
 
África Occidental año 1964

Carta nº 30


CARTA DESDE NIGERIA (II)
Publicada en el diario "Cáceres"

Físicamente, la nigeriana es de una belleza y esbeltez esculturales, que muchas blancas quisieran para sí. Su coquetería la lleva al tatuaje en relieve y al desrizado del cabello, mediante métodos dolorosísimos, como el de colgarse de cada mechón de su cortísimo pelo, cuerpos pesados. En su afán por parecerse a la blanca, cubren el ros...tro con una finísima capa de polvos de harina que le dan aspecto de “clown”.


En compañía de dos nativos y de mi capitán, hice ayer una pequeña excursión a bordo de uno de nuestros botes salvavidas, por las intrincadas aguas de un afluente del Calabar. Ambas orillas desaparecían por completo bajo la exuberante flora que tejía una espesa cortina infranqueable por algunos sitios. Simios, cacatúas, tucanes, loros y una variadísima gama de gaviotas, componían una orquesta, cuya extraña música, llenaba el ambiente cargado de humedad, bochorno y mosquitos. Cuando les preguntamos a nuestros guías por los cocodrilos, se echaron a reír y señalaron al norte. Sinceramente, después de ver tantas pieles de estos animales en las tiendas de Port Harcourt, creía que los habría por los alrededores, más aún habiendo observado a los camaleones pasearse tranquilamente por las calles de la ciudad.

     Después de dos horas de navegación en contra de la corriente, llegamos a su poblado, compuesto por una veintena de chozas construidas con ramas secas. A poco de pisar tierra firme, nos vimos envueltos por una nube de críos que nos pisaban, tiraban de los pantalones y nos cogían de la mano y siempre pidiendo: “Babá soap”,”babá milk”, “baba cigarettes”...
Hombres, mujeres y niños andaban semidesnudos haciendo gala de sus cuerpos tatuados a todo color.

     Fuimos invitados a la versión indígena del té inglés y a pulpa de coco en la choza del “alcalde” que además nos ofreció su mujer como la cosa más natural del mundo, a lo cual rehusamos educadamente después de ensalzar su belleza. Tenía más de cincuenta años y era negra como el carbón.

     En la vivienda del “galeno” se nos inmunizó contra los malévolos poderes de la malaria, mediante una mágica unción, gracias a la misma y a la quinina que diariamente venimos tomando desde Dakar, esta enfermedad no ha hecho presa en nosotros.

     Cuando solo nos quedaban los pantalones, los zapatos y el salakof, emprendimos el regreso al barco.

     No hay un solo nigeriano que no crea en los poderes de la magia negra. Me contaba el otro día uno de ellos, que no hace mucho, una boa dio cuenta de un niño que jugaba en compañía de otro al cual se le había inyectado al nacer un “suero antiréptilico”, ¿por qué no hizo lo mismo con éste?: la magia. Yo más bien pienso si no se le indigestaría el primero.

     Cualquier mago o hechicero que se tenga por tal, posee un variado surtido de sus sueros y ungüentos maravillosos, capaces de eliminar vicios, fortalecer virtudes, curar y prevenir enfermedades, incluso para los celos tienen su formula.

 El capataz de la carga del barco-negro fornido de una treinta de años decía que él estaba inmunizado contra cualquier envenenamiento. Con el fin de comprobar la
veracidad de sus palabras, sacamos de nuestro botiquín algunas botellas y frascos, tres de ellos conteniendo sustancias venenosas, los colocamos sobre una mesa y fue palpándolos a ciegas uno por uno, exclamando: “¡venom, venom, poisson¡” a la vez que su rostro reflejaba con una mueca de repulsión y horror hacia el contenido del frasco si este era venenoso. Al día siguiente, a cambio de un bote de leche condensada me dio una hoja de una extraña planta, que según él debo llevar entre el pie y calcetín derechos, durante un periodo no inferior a una semana si deseo eliminar el vicio del cigarrillo. Llevo diez días con ella puesta y aunque los resultados no son aún positivos, no he perdido la esperanza.
Pablo

 (continuará)


domingo, 1 de diciembre de 2013

CARTA DESDE NIGERIA (I)

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero

 
En África Occidental año 1962
 
 
Carta nº 29
 
 
CARTA DESDE NIGERIA (I)
Publicada en el desaparecido diario"Cáceres "

Muchos de vosotros, buenos amigos de la infancia, durante mis cortas estancias en ésa, me habéis preguntado que es de mi vida por esos mundos de Dios. El deseo de satisfacer vuestra curiosidad, me ha movido a iniciar esta correspondencia unilateral, por medio de la cual intentaré haceros viajar conmigo, como pasajeros de mi barco, de uno a otro confín del globo.

     Es empresa harto difícil para mi, hombre de escasos recursos lingüísticos, plasmar en unas cuartillas, el color de las estrellas en el trópico, una puesta de sol en la jungla o un arco iris de luna en estos mares del sur, pero como no entra en mi ánimo impresionaros con una bella prosa, sino entreteneros, me consideraré dichoso si consigo alcanzar el fin que me propongo.

     Hace una semana, después de un largo viaje de diez y ocho días, llegué a este hermoso y selvático país, procedente de Italia a bordo del “Navidad”.
El “Navidad” es mi segundo barco como Piloto de la Marina Mercante en el que navego. Es de bandera extranjera y la tripulación está formada por españoles, italianos y algún yugoslavo.

     El Navidad fue construido en Inglaterra en los años 40, por lo que también tiene su historia, al haber participado en muchos convoyes cruzando el Atlántico bajo la amenaza de los submarinos alemanes. Es el típico barco inglés de casco remachado, máquina de vapor y unos 8 nudos de andar, con buen tiempo. En suma un “candray” pero sólido y seguro con escasas comodidades para la tripulación pero mi sueldo se ha quintuplicado con respecto al Maruja y Aurora.

     Embarqué en Génova y dejé la Patria para poder llegar a fin de mes sin tener que pedir anticipos. Fuera de España estamos considerados como de los mejores marinos del mundo, y académicamente los mejor formados sin duda.

     Esto lo tienen bien en cuenta los armadores extranjeros, ya que nuestro valor en el mercado es cinco veces el que tenemos en España y además se nos rifan.

     Nuestra llegada a Port Harcourt, que así se llama el puerto en que me encuentro, ha sido festejadísima por sus habitantes, negros casi en su totalidad, desde que Nigeria diera la “patada” a su graciosa majestad y a sus súbditos, que dicho sea de paso, van dejando de estar en todas partes.

     El día que arribamos al “Calabar River” –próximo al caudaloso Níger- y dejamos caer nuestras anclas, nos vimos rodeados por gran número de piraguas manejadas por nativos, portando en ellas, piñas, papayas, bananas, figurillas talladas en ébano y marfil, utensilios prehistóricos de caza y un ilimitado número de baratijas artísticamente trabajadas en las más diversas materias. Algunas de estas piraguas eran gobernadas por mujeres, en su mayoría casadas, únicas que llevan completamente desnudo el busto.

     Rápidamente se entabló el comercio. Por cuatro libras nigerianas y unos botes de leche evaporada, pude adquirir una maravillosas figuras de ébano real representando a un hombre con gorro y la otra a una mujer con un peinado artísticamente labrado en el ébano. También me hice con una especie de santón con bastón en ébano negro que me gustó mucho por su sencillez y elegancia y dos cuadros al óleo de temas africanos. Uno de ellos me tiene fascinado. Representa una puesta de sol tras una cabaña y da la impresión de que arde el cielo. Del mismo modo se podía comprar una piel de leopardo por algunos cartones de cigarrillos o un reloj, cuyo valor aumentaba si su “tic-tac” se podía escuchar a varios metros de distancia. Los casados nos ofrecen sus mujeres para todo servicio a cambio de unos pantalones o una camisa.

Pablo

 (continuará)

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lunes, 28 de octubre de 2013

NUESTRA ESTANCIA EN AMBERES

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero

Navegando por el Canal de la Mancha. “Monte Urbasa” 1960
 

Carta nº 28

El segundo día de nuestra estancia en Amberes nos ofrecimos a servirlas de guías turísticos y como nuestro trabajo terminaba tarde, sin perder más tiempo las llevamos a una cueva que se llama “Cosmos” y que resultó ser un club para homosexuales. El impacto fue enorme y el tiempo que permanecimos en el local nos sentimos muy incómodos. Nunca habíamos visto algo parecido. Hombres con senos exultantes besándose con otros en la barra o bailando entre sí. Alguno se nos acercó para pedirnos alguna moneda para la máquina de discos e incluso con insinuaciones. Las pasajeras aguantaron bien el “chaparrón”, pues a decir verdad aquello era un espectáculo único que ni tan siquiera podíamos imaginar pudiera existir. Fue una experiencia cruda para unos españolitos “virtuosos” a los que Europa les sorprendía con sus libertades.

     Abandonamos el “Cosmos” con la sensación de haber pecado gravemente y nos “sumergimos” en otro antro del que salía la música suave de un piano. Bajamos a una especie de semisótano por unas escaleras en penumbra, que terminaban en una cortina negra de piel ajada. Después de la experiencia anterior descorrimos la cortina temerosos de encontrarnos con otro espectáculo y en cambio nos sorprendió un ambiente acogedor y romántico en una salita muy íntima que tenía una pista de baile para no más de cinco parejas. Cuando las notas del piano comenzaban a sonar, la luz disminuía de intensidad hasta el punto de casi no distinguir las facciones de tu pareja. Una vela sobre la tapa del piano iluminaba la cara del solista mientras con su voz cavernosa cantaba canciones en un francés ininteligible, que hacía que la sangre afluyera con fuerza a tus sienes. En aquél ambiente-como más tarde nos confesaría la “carabina”- no hay mujer que pueda resistirse. Fueron de esos momentos apasionados en que pierdes la noción de donde estás y te olvidas de cuanto te rodea. Regresamos a bordo a las tantas de la madrugada embriagados de una parte por la serie de cuba-libres que nos metimos para el cuerpo y de otra, por la fuerte atracción que había nacido al abrigo de aquel ambiente tan propicio.


     No puedo reprimir la tentación de contaros una anécdota simpática en ese local:
Las copiosas bebidas acabaron produciendo su efecto fisiológico y subí por unas escaleras de caracol, que de pasamanos tenía una maroma con nudos marineros. Al tener frente a mí la entrada a los servicios, me sorprendió el hecho de que no tuviera puerta y de que fuera para ambos sexos. Pegados a la pared, e inmediatos a la entrada, estaban los urinarios para caballeros, que terminaban en un espejo que ocupaba toda la pared y parte del techo. Tras los caballeros en “funciones”, había un pasillo de no más de un metro de anchura, por el cual pasaban las mujeres hasta el fondo, rozando los traseros de los señores que en su quehacer obviamente quedaban reflejados en el gran espejo. Cuando nuestras amigas se vieron en la necesidad de subir, como españoles de bien, las informamos de la cuestión, pero no se creyeron ni media palabra de cuanto les explicamos, así es que subieron decididas. Al poco rato bajaron despavoridas como si las persiguiera el diablo...otra vez nos había sorprendió Amberes.

     Los días sucesivos de nuestra escala en este puerto, transcurrieron con salidas esporádicas que afianzaron más nuestra relación. Nos movíamos de manera independiente y fuimos descubriendo paso a paso una atracción mutua, que desencadenaría la “tormenta” que se produjo en nuestro viaje de regreso a Bilbao.
El buen tiempo en la navegación desde Amberes hasta Santurce nos permitió disfrutar de unas noches estrelladas llenas de encanto y de apasionamiento. El juego amoroso estaba apunto de terminar cuando apenas acababa de comenzar. A un tripulante, le está terminantemente prohibido visitar el camarote de una pasajera si no es por alguna cuestión puramente profesional. Cuando el barco acabó el atraque y quedé libre de maniobra, fui al camarote de lujo que ocupaban las dos pasajeras para encontrarme con ella a solas. Estaba llorando y entre sollozos me dijo:

“Pablo, está abajo junto con mis padres esperando que desembarque.”
Fue una despedida intensa y muy triste. Sabía que en cuanto pusiera los pies en tierra, nuestro frágil lazo amoroso habría terminado.

     Unos días después, la vi por el centro de Bilbao, iba cogida del brazo de su novio. Pasó junto a mi sin tan siquiera dirigirme una mirada furtiva.

     Pero si bien es cierto que aquello me dejó un sabor agridulce, supuso para mi una lección que me permitió aprovechar cada oportunidad que se me presentó a lo largo de mis restantes seis viajes a América, antes de que terminara mis prácticas a bordo del “Monte Urbasa”. Fueron meses en los que mi vida estuvo siempre rodeada de emociones, peligros, sobresaltos, nostalgias, sinsabores, diversiones sin límite y trabajo duro. Allí aprendí no solo a ser un oficial responsable y preparado para el mando, también me licencié en amor en la escuela práctica de Brasil, Argentina, Inglaterra, Holanda, Bélgica... Con veintitrés años había aprendido a enunciar el verbo amar teniendo sobre mi cabeza la Osa Mayor o la Cruz del Sur.

     El día que de nuevo bajé del autobús en el Parador del Carmen- esta vez con el uniforme un tanto maltrecho y el galón teñido de ese color bronce oscuro que la salitre lo convierte en veterano- y pude de nuevo abrazar a mis padres después de dos años y medio lejos del hogar, me sentí como el hijo pródigo y me embargó la emoción. Los viajes habían cambiado en cierta medida mi personalidad-según dijeron algunos-pero el verdadero cambio fue el pasar del desinterés por lo extremeño a la admiración ferviente por Extremadura, nacida precisamente como consecuencia de mis viajes a América.


Pablo



                                     FIN DE PRACTICAS DE MAR

Las cartas que seguirán a las ya publicadas, corresponden a mis años de navegación como Piloto de la Marina Mercante Española, en barcos nacionales y extranjeros, luego de año y medio de estudios para obtener el título en 1962.
Algunas de ellas fueron publicadas en el periódico “Cáceres” y en la revista UOMM de Oficiales de la Marina Mercante. Otras que se perderían en el correo internacional, junto con las que dirigí a mi casa y que por fortuna conservó mi madre, han sido transcritas aquí sin más. Espero que os sirvan para navegar conmigo, en una época en que los españoles teníamos problemas para obtener un pasaporte y viajábamos muy poco.

miércoles, 2 de octubre de 2013

EL CANAL DE LA MANCHA

 
Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
 
 
Con 22 años, “el mundo en mis manos”. Monte Urbasa . Atlántico Sur 1959

Carta nº 27


Las rocas blancas de Dover...yo las he visto, y no son blancas más bien son grisáceas, y si para los pilotos ingleses y americanos suponían la bienvenida a casa después de alcanzar sus objetivos en Alemania, para nosotros no son más que unos acantilados de los que mejor es mantenerse alejados. ...

     Un cambio de la dirección del viento hace que en pocos minutos desaparezca la costa de igual manera que apareció, sumergiéndonos en una espesa niebla.

     Se me pone la carne de gallina al ver en la carta náutica nombres como: Normandie, Cherburg, Dunkerque... pensar que hace tan solo catorce años en estas aguas se moría en una lucha sin cuartel, y que la quilla de mi barco está pasando por encima de cientos de barcos hundidos en los que gente de mi edad dejaron sus vidas en el periodo comprendido entre los años 40 y 45. Muchos de estos buques que se encuentran en aguas poco profundas están señalados en las cartas, y en las mareas vivas afloran como fantasmas sus esqueletos herrumbrosos, queriéndonos recordar el lugar exacto de una tumba. Pero hay algo más inquietante para nosotros en estos mares y es la existencia permanente del peligro de minas flotando, que aún hoy siguen ascendiendo a la superficie del agua cuando por efecto de las corrientes, de los temporales o de la descomposición de su cadenas, se rompen éstas y navegan a la deriva movidas por efecto de las mareas y los vientos.

     El Canal vuelve a ser lo que siempre ha sido y el tráfico endemoniado de barcos que de norte a sur y de este a oeste cruzan del continente a las islas y de las islas al continente, nos aleja de cualquier romanticismo. Moderamos nuestra velocidad y alertamos a la máquina de que navegamos en niebla cerrada. La navegación se hace inquietante y el atronador sonido de la bocina hace que tu estómago lo perciba como si de un terremoto se tratara, incrementando aún más las preocupaciones de cuantos estamos en el puente. El Capitán va recibiendo información de continuo, facilitada por los serviolas y por el oficial de guardia que no aparta su vista de la pantalla del radar. Entre Dover y Calais, casi es mejor no mirarla. El corazón se acelera al ver en ella los “ecos” de decenas de barcos que haciendo caso omiso del Código de Navegación, navegan sin moderar máquina y a veces sin tan siquiera emitir las señales reglamentarias. ¡Tanta es la confianza que depositan sus capitanes en la electrónica y en su experiencia¡ Otros, como el nuestro, tienen bien presente aún el desastre del “Andrea Doria” que supuso el que uno de los más bellos trasatlánticos de Italia, se fuera al fondo del mar llevándose con él a varias decenas de pasajeros.

     Navegamos por el Eskalda discurriendo entre grandes centros industriales de todo género. Son kilómetros y kilómetros de fábricas, algunas de ellas rodeadas de explanadas con miles de coches nuevos listos para su traslado. ¡Qué sensación de bienestar y riqueza muestra todo esto¡

 A diferencia de otros países, Bélgica quedó casi intacta tras la ocupación alemana y eso se nota en su rápida recuperación. Tras el paso por una esclusa, nos hemos quedado atracados en un muelle desde el cual podemos ver en la lejanía la catedral de Amberes. Mi buen amigo, el radiotelegrafista gallego, me ha hablado tanto de esta ciudad y de su ambientillo mundano, que estoy deseando poner los pies en tierra. Las pasajeras están invitadas por el Capitán a recorrer la ciudad en el coche del consignatario, por tanto un día perdido.

     Hemos hecho un recorrido interesantísimo por la ciudad vieja y me ha cautivado la catedral. El púlpito es algo que te deja sin palabras. Uno piensa, ¿de dónde sacarían tanto tiempo para hacer semejante obra de arte? Debió de ocuparle la vida entera al artista que lo labró.

     Bajo sus bóvedas te sientes sobrecogido por tanta grandiosidad y al estar completamente vacía, el sonido de nuestros pasos nos son devueltos desde allá arriba con un lapso de tiempo que nos permite apreciar la altura de sus bóvedas. Pero todo su misticismo termina en cuanto sales por su puerta monumental. La zona de la catedral está llena de locales nocturnos, en su mayoría refugios de la guerra, que ahora son auténticos antros, en los que no hay más luz que la que emiten unas extrañas lámparas que dan una luminosidad azulada a todo lo blanco. Aquí y allá en especie de hornacinas, parejas de enamorados se arrullan mecidos por la voz del solista que interpreta al piano canciones francesas.

Pablo

(continuará)


lunes, 2 de septiembre de 2013

ADIÓS FUNCHAL. RUMBO, FINISTERRE

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero


"Monte Urbasa" 1960 - Al fondo, barco hundido durante la II Guerra Mundial.


Carta nº 26


Es una verdadera delicia tomar el sol en la cubierta del barco con la vista perdida en el inalcanzable horizonte de la mar, mientras la brisa marina te acaricia el rostro y te hace sentir en los labios un cierto sabor salobre...

     Dejamos ayer Funchal y a buena marcha llevamos ya rumbo a Finisterre.
 
     Al final, volvieron a encontrase nuestros caminos. La verdad es que no era difícil pues Funchal es una ciudad muy pequeña. Esta vez me acompañaba el Segundo Oficial de radio que como buen gallego estaba siempre por la “labor”. Mi compañero y amigo de aventuras es más bajo que la “carabina”, pero su corta estatura la suple con su gracejo particular.

     Repetimos la excursión con el solo objeto de bajar en trineo y ahí se rompieron todos los hielos. El vertiginoso descenso nos sirvió para que las distancias se redujeran a cero y nuestros cuerpos, por efecto de la divina fuerza centrífuga, se tocaran sin rubor para nadie. A parte de la emoción, casi de feria que suponía la bajada, el contacto físico ha producido una relajación de actitudes que de otra forma, a bordo, nos habría costado más por el hecho de ser dos pasajeras recomendadas.

     Una de las cosas que más le pueden poner nervioso a un oficial cuando está en el puente, es una visita inesperada de un pasajero tostón. En cambio siempre es bien recibida una pasajera, especialmente aquella con la que has establecido alguna relación durante el viaje. Los marinos en el puente somos bastante coquetos en presencia de una fémina, sabemos que la atracción se duplica y jugamos con esa ventaja. Nos volcamos en atenciones y hacemos de guía turístico al que los monumentos y las obras de arte, se los hubieran cambiado por la instrumentación y los sistemas de navegación del barco. Cuando la relación está más o menos avanzada, preferimos la noche, es más romántico y los cuadros de instrumentos iluminados hacen que te sientas más importante. Es fundamental hablarle de estrellas y distancias infinitas, pero hay que estar preparado para cualquier pregunta incómoda en relación con ellas, ya que el ridículo ante un error puede ser “astronómicamente” catastrófico. El “clímax” se alcanza cuando la pones al timón para que “lleve” el barco. A partir de ese momento puedes entrar ya en el cuarto de derrota, en el que además de cartas náuticas, tenemos un sofá, la intensidad de la luz es regulable, podemos escuchar música y solo tiene una puerta.

     Esta noche subió al puente para ver la recalada en Finisterre. La “multitud” no favoreció el encuentro, pero sirvió para que me viera en faena.

     Desde Funchal el tiempo es de mar bella y ventolinas deliciosas de levante, que transportan el olor de la costa gallega. Me parece tan lejano el “monte penurias”... y tan solo hace escasos meses que recalamos en Finisterre de vuelta de Estados Unidos. ¡Cuánto me ha cambiado la vida¡

    Me siento muy afortunado cuando miro a mi alrededor y veo uniformes, camareras, médico, capellán...y una chavala encantadora a mi lado a la que poder explicar sobre la carta náutica, los pormenores del viaje o los misterios e incógnitas que vemos reflejados en la pantalla del radar.

     Poco a poco la costa española va quedándose atrás al mismo tiempo que el viento del NO empieza a levantar una mar incómoda; al “Monte Urbasa” le resta velocidad pero le añade belleza cuando la ola rompe en la amura de babor, cubriendo la proa con un velo blanco de agua pulverizada por efecto del viento. El Golfo empieza a soplar con fuerza haciendo que la jarcia del barco inicie su cántico triste y lastimero en una noche de cielos cubiertos que de vez en cuando dejan ver una luna casi velada por nubes que pasan ante ella a gran velocidad. A medida que nos adentramos en el Golfo de Vizcaya la mar gruesa golpea nuestro casco, produciéndonos fuertes escoras que hacen desagradable la navegación.

     Cuando estamos a la vista de “Le Vierge” en la costa francesa, recibimos una llamada de socorro de un barco holandés que solicita asistencia médica para un marinero gravemente herido. A pesar de estar muy alejado de nosotros, le hemos dado nuestra posición y hemos cambiado rumbo para encontrarnos. El médico de a bordo, que es de Palencia, se ha llevado un buen susto, pues habría tenido que ser transbordado en una mar muy gruesa. El fallecimiento del desafortunado marinero ha evitado correr riesgos y hemos vuelto a nuestro rumbo camino del Canal de la Mancha.

   Por los pasillos no se ve un alma y los que salimos o entramos de guardia nos saludamos recordándonos que el viaje continua bajo el influjo del “pasajero” de la bodega uno, que en ataúd de zinc se quedó en Vigo.

     Así como el turismo bautiza nuestras costas de playas con nombres coloristas, el marino ha hecho lo propio con otras menos turísticas aunque no por ello menos bonitas. De esta forma tenemos nuestra “Costa de la Muerte” comprendida entre La Estaca y cabo Silleiro y la “Costa Fantasma” la que discurre por nuestro costado de babor en la que las rocas blancas de Dover son su más conocido signo de identidad.
Cuando se dan tiempos duros del oeste, huimos de la primera como se puede huir de un monstruo salvaje que mata y hunde barcos sin piedad. En ella han terminado sus días miles de ellos, con niebla o sin niebla, en temporales y mares calmos...

     La segunda, conocida por los marinos en todos sus pormenores geográficos, campos de minas, barcos embarrancados, bajos peligrosos etc. es para nosotros la costa físicamente invisible, pues de cien veces que se pase a lo largo de ella uno puede considerarse un afortunado si la ha visto una. Las noventa y nueve restantes transcurre por nuestro costado escondida en la niebla, tan espesa a veces, que se mastica. De sus entrañas, los bocinazos de sus faros invisibles dan la impresión de ser los lamentos de sus fantasmas, escapados de un infierno dantesco. Solo el ojo electrónico del “radar” es capaz de desnudarla de su manto blanco grisáceo, ofreciéndonosla como una mancha anaranjada fosforescente de límites marcados o difuminados según la altura de sus acantilados, su distancia del barco o composición geológica. Cuando como hoy, se ofrece a nuestra vista en toda su extensión sufrimos una extraña sensación. Algo así como la que nos produce ver físicamente a una persona de la cual solo conociéramos su voz. 


Pablo


(continuará)


jueves, 15 de agosto de 2013

LAS MADEIRA, FUNCHAL, EL TRIGO ARGENTINO

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
 
Con mi colega de fatigas Urrutia. Escollera de Funchal 1959
 
Carta 25

La navegación hasta las Madeira ha sido un paseo delicioso cabalgando montado en los alisios. Daría cualquier cosa por encontrarme a bordo de un velero. Este viento me llevaría en volandas navegando a “orejas de burro” con viento y mar en popa. No pierdo la esperanza de poder hacer a vela algún día la travesía del Atlántico con un compañero de la carrera.
 Dimos vista a la costa avanzada la noche, y como el tiempo ha sido favorable nos hemos adelantado al horario de llegada y lo compensamos dando la vuelta completa a la isla para llegar a Funchal al amanecer.

Al doblar Punta Pargo se nos ofreció a la vista un espectáculo maravilloso. La isla es muy montañosa y con acantilados escabrosos. Desde la ciudad, parten un número indeterminado de calles y carreteras montaña arriba, iluminadas por tenues luces amarillentas que serpenteantes se asemejan a gusanos de luz o luciérnagas temblorosas por efecto de la distancia que nos separa de ellas. A medida que la luz del amanecer las va apagando, van apareciendo en las faldas de los montes circundantes, cientos de casitas blancas de rojos tejados que me traen a la memoria la bahía de Río de Janeiro. En la isla no se ve un palmo de terreno llano, todo está en pendiente desde el nivel del mar. Al abrigo de la costa, el alisio se modera convirtiéndose en una brisa primaveral que nos trae al barco el olor característico a tierra húmeda.
 En el puerto no hay más barco que el nuestro y algún pesquero. No hay grúas y los muelles están tapizados de redes de pesca con gentes cosiéndolas. El negro de sus indumentarias no se casa con los colores alegres de los que está impregnada esta isla.

 Hemos iniciado la descarga de las mil toneladas de trigo argentino, llevándose a cabo con un sistema insólito. La bodega está llena de mujeres que van ensacando el grano a razón de cincuenta kilos por saco y que los hombres apilan para formar la “izada” que los llevará al muelle. Esta modalidad de la era de los “clippers” hará que permanezcamos en Funchal al menos cuatro días, cosa que agradecemos.
 Hoy he dedicado la jornada al turismo y he cogido un autobús destartalado que sube al pico más alto de la isla y que fatigosamente cumplió su misión. A medida que ascendíamos, Funchal iba empequeñeciéndose hasta parecer una maqueta hecha con casas de muñecas rodeadas por un mar azul luminoso, con reverberaciones plateadas por efecto del esplendido sol del día.

El traqueteo de las ruedas del autobús al rodar sobre la carretera empedrada, llegaba a ser un tanto molesto, pero ¿cómo se puede uno quejar ante una obra tan asombrosa, que además sirve para deslizarse cuesta abajo en una especie de trineos hechos de mimbre y madera a velocidades de vértigo? Estos trineos suelen llevar a turistas muy valientes, que sentados cómodamente se ponen en manos de un “auriga”, que sin caballos desciende manejando el vehículo con los pies para cambiar su rumbo. Cuando toman las curvas se te ponen los pelos de punta, pero lo cierto es que todo el mundo se baja encantado. Habrá que probar.
 Una vez alcanzado el punto más alto accesible en cuatro ruedas, me puse a caminar y continué ascendiendo por la calzada, que al no estar frecuentada por vehículos iba tornándose verde entre las piedras, hasta que pude contemplar desde mi atalaya, la ciudad y su puerto. La vegetación es asombrosa y gatea monte arriba hasta desaparecer entre nubes blancas que bajan lamiendo las laderas y que cargadas de humedad dejan al pasar una agradable sensación de frescor en el rostro. Los olores que se perciben allá arriba son indescifrables y solo sé decir que al mezclarse el de la profusa variedad de flores con el de la tierra húmeda y las maderas en descomposición de los árboles muertos, distorsionan tu olfato hasta el punto de no poder distinguir a que huele y de que parte proviene el perfume.

 Hay regatos de aguas cristalinas que discurren entre la hierba y las flores y que en su camino hacia el mar van saltando entre las rocas formando pequeñas cascadas. Te paras para contemplar el espectáculo que se te muestra allá abajo y de pronto la nube del pico se deshace en penachos dejando pasar unos rayos de sol que dan a Funchal una mayor blancura si cabe.
 En mi afán por llegar a lo más alto, encontré en el camino una ermita de paredes desconchadas y tejados tapizados de musgo. Traspuse el umbral con cierto temor y quedé sobrecogido por la oscuridad y el silencio que reinaba en ella. Tan solo una mortecina lamparilla de aceite iluminaba la faz de un cristo despintado y ruinoso apoyado sobre el altar.

 Los cuatro bancos destartalados y comidos por la carcoma, el suelo lleno de excrementos de golondrinas y vencejos no invitaban a la oración, sí en cambio al salir al exterior, en donde se podía ver a Dios por todas partes.
 Al llegar abajo de nuevo, encontré en la parada a las dos pasajeras y esta vez sí me saludaron. Noté que se quedaron con las ganas de preguntarme algo, pero yo no hice el menor gesto de acercamiento y continué mi camino hacia el “Monte Urbasa” al que la pequeñez del puerto lo había convertido en un gran trasatlántico de cruceros.

Pablo
 

(continuará)

viernes, 12 de julio de 2013

CON EL AIRE DE AUDREY HEPBURN

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
 

En la toldilla de primera clase, entrando en Bahía de Todos los Santos año 1960

 
Carta nº 24

Hemos regresado de Mar del Plata y nos encontramos de nuevo en Buenos Aires para completar las doce mil toneladas de trigo, para Funchal, Vigo y Amberes.
Esta escala es de puro trámite pues tan solo permaneceremos dos días, lo justo para finalizar el cargamento y embarcar algunos pasajeros de primera clase. Regresan con sus enormes coches americanos de brillantes cromados, y pertenecen a ese uno por mil que después de años de trabajo y sacrificio consiguen volver de nuevo a Galicia. Unos terminarán sus días en la tierra que les vio partir hace años, otros para disfrutar de unas vacaciones y permitirse el lujo de restregar a los “cobardes” que no se atrevieron a emigrar, sus éxitos, sus oros, sus “haigas”... Pocos de ellos saben que en la bodega número uno, en féretro de zinc viajará con nosotros como cadáver uno de los muchos a los que la muerte le sorprendió antes de que le llegara el anhelado triunfo.

 Hacer la guardia mirando al horizonte por la proa durante quince días, sabiendo que está ahí, convierte nuestro trabajo en algo desagradable. Por más que intentas desviar tus ojos hacia las estrellas en tu afán de huir del pensamiento fúnebre, no consigues otra cosa que darle vueltas y más vueltas imaginando como se estará moviendo el cuerpo dentro del ataúd con el balance del barco. Durante el mal tiempo que encontramos en los alisios, bajamos en varias ocasiones a la bodega para comprobar que el féretro no se movía y siempre que lo hicimos nos asaltaba el temor de encontrarnos con el cadáver resbalando de un lado a otro por el suelo de la bodega.
Dejamos atrás las islas Canarias, bailando el “baile de los malditos” debido al mal tiempo, que según los tripulantes gallegos, era motivado por el “fiambre” de la bodega uno. A la naviera no le pareció muy correcto escalar en Funchal con el muerto a cuestas y nos ordenaron proseguir hasta Vigo. Cuando vimos colgando de la grúa el ataúd, intuimos que con él se iría el “mal fario”, volvería el buen tiempo y la brisa de proa invadiría de nuevo nuestros sentidos.

 En Vigo se quedaron también los pocos pasajeros embarcados en Buenos Aires y... ¡oh sorpresa¡ poco antes de partir para las Madeira, hete aquí que nos entregan los pasaportes de dos féminas- recomendadas del Armador -para embarcar con destino a Funchal y Amberes. Una de ellas natural de Bilbao con apellidos vascos y de veintidós años, la otra de treinta y uno, natural de Santander y como descubriríamos más tarde, la “carabina” que el papá le puso a la preciosidad bilbaína para que no corriera peligro alguno entre tanto marino. La niña no tenía desperdicio alguno: cuarto año de Derecho en la Universidad de Deusto, de facciones angelicales, pelo castaño con melena, figura esbelta y delgada, ojos castaños y labios finos pero sugerentes. Tenía el aire de Audrey Hepburn y como no... también tenía novio. La dama de compañía tampoco estaba mal, pero era demasiado caldo para tan poco pollo, así es que había que ingeniárselas para buscarle un caballero maduro y rápidamente, ya que el viaje Vigo-Funchal-Amberes-Bilbao no duraría más de dos semanas.
Después de presenciar como algunas casadas por poderes, se rendían a los hechizos del trópico, ¿por qué habría que darse por vencido ante un novio?

Al poco de nuestra partida de Vigo y al bajar del puente, me crucé con ellas por primera vez en cubierta y sentí la emoción que te produce la perdiz al iniciar el vuelo cuando te sale de los pies en un vedado. No oí ni tan siquiera que respondieran a mi saludo, quizás porque no lo hicieron o porque el viento se lo llevó, al fin y al cabo mi delgadísimo galón dorado, no debió impresionarles demasiado.
Pablo


(continuará)

Foto:
En la toldilla de primera clase, entrando en Bahía de Todos los Santos año 1960

 

 

martes, 28 de mayo de 2013

EL AVESTRUZ, SU COJERA Y EL ENGAÑO

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
 
 
Con el capellán del “Monte Urbasa” en 1960

 Carta nº 23

Se me asignó un “Remington” del 22- la primera vez en mi vida que tenía entre mis manos un rifle- y partimos con las armas asomando por las ventanillas del “Chevrolet” que parecía un erizo con ruedas. Luego de una hora de “navegación” por aquél mar de pasto, llegamos a un río y lo vadeamos en calzoncillos, pues del otro lado había unos claros en dónde nos sería más fácil disparar contra lo que se moviera. Nada más cruzarlo y aún en paños menores hicimos fuego contra una piara de unos siete cochinos que pasó por delante de nuestras narices tan rápido que no nos dio tiempo a hacer puntería siquiera. Fueron los únicos jabalíes que vimos en todo el día.
Animados y con la emoción propia de la caza, nos abrimos en arco y al cabo de una hora de andar, pude ver sobresaliendo del herbazal y a unos dos kilómetros de distancia un grupo de “ñandus”. Se me aceleró el corazón de tal forma que creí fuera a salírseme del pecho. Como un gusano me arrastré camuflándome entre los pajonales hasta situarme a unos cuatrocientos metros de ellas. Un disparo de mi amigo que se encontraba a unos quinientos metros de mí, las asustó alejándose tanto que las perdí de vista. Todos se dieron la vuelta para volver al río y al coche pero yo continué caminando hasta que de nuevo las tuve delante de mí. Arrastrándome como un lince, me acerqué hasta unos cien metros, me encaré el rifle y disparé a la más cercana. La vi caer y levantarse coja y arrastrando las alas por el suelo entre los pajonales. Disparé de nuevo hasta la última bala y sin pensármelo dos veces corrí tras ella abandonando el arma para correr mejor. Corrí y corrí hasta la extenuación, mientras el turco me gritaba algo que no entendía. Al cabo de unos minutos de mi enloquecida carrera, el avestruz dejó de cojear y se alejó a gran velocidad. Más tarde supe que era una hembra con pollos a los que fue colocando mientras a mi me hacia alejarme de ellos fingiéndose herida. ¡Tardé cerca de una hora en encontrar el rifle¡
 Vadeamos de nuevo el río y nada más poner el coche en marcha caímos en un barrizal oculto por el pasto. Nos quedamos clavados, con el barro hasta los ejes y por más que lo intentamos nos fue imposible salir de aquella trampa. Llegamos incluso a calzar las ruedas con todo el esqueleto de una vaca, sin que el invento funcionara.

En aquél océano de hierba seca, la casa aparecía en el horizonte a unos 12 kms. de distancia y era nuestra única esperanza si queríamos llegar al barco al día siguiente, antes de las ocho de la mañana. Sorteamos, y el turco y yo fuimos los “afortunados”a los que nos tocó ir a pedir auxilio.
 Caminamos y caminamos durante cerca de tres horas, siempre en línea recta y nadando a veces por entre el pasto. La estancia parecía un espejismo al que nunca llegaríamos, apareciendo y desapareciendo con las ligeras ondulaciones del horizonte. Llegamos con los pies destrozados y agotados pero animosos de ver la que se estaba montando mientras contábamos nuestra aventura. No sentía el menor deseo de volver al coche hasta que vi los caballos que cuatro de los hijos del guarda-dos chicos y dos chicas- nos prepararon para acompañarles en el rescate.

 Mi amigo el turco, al ver la alzada del suyo, me dijo si no me importaba que fuese a la grupa conmigo, ya que no tenía experiencia hípica alguna.
 Salimos en fila india, hasta que el ritmo y el tranco largo de los gauchos nos fue alejando de ellos. Yo intentaba acercarme galopando el nuestro, pero cada vez que lo intentaba, mi compañero de viaje me gritaba:

“¡Viejito, viejito, no lo galopés que nos vamos a caer y quedaremos mal¡”
Las chicas viendo el apuro que estábamos pasando-casi me tira por la forma en que se agarraba a mi cintura-galopaban sus monturas, con lo cual la nuestra daba arreones haciendo resbalar de la grupa a Gregory. Tanta era mi risa que me dolía el estómago y montaba apoyando mi frente sobre la crin del caballo para mitigar las molestias. En cuanto me veía en esa posición volvía a decirme:

“¡Viejito, viejito, mirá pá lante que vamos a quedar muy bien si no nos caemos¡”
Mientras nosotros luchábamos por mantenernos erguidos, las dos chicas puestas en pie sobre sus monturas oteaban el horizonte y cabalgaban en esa posición para nuestro escarnio y vergüenza. Supongo que pensarían que los conquistadores extremeños debieron ser mejores jinetes que yo...

Más tarde, los del coche nos confesarían que pensaron que nuestro caballo estaba loco por las cosas raras que hacía.
 En un abrir y cerrar de ojos engancharon los animales al “Chevi” con largas correas de cuero y tiraron de él sacándolo de un tirón, ayudados por el motor.

 Regresamos a la casa escoltados por los cuatro hijos del guarda. La menor delante de nosotros y puesta en pie sobre la montura, buscando el mejor camino entre los pastizales y pajonales.
 Cuando llegamos a la estancia muy atardecido, comenzaba a llover. Nos metimos todos en la gran chimenea de la cocina y sentimos un gran alivio al ver terminada felizmente nuestra aventura. Sacamos anchoas, coñac español, sardinas y bonito, -manjares todos ellos muy apreciados en Argentina- mientras nos contaban historias y experiencias sobre la caza del puma en la sierra, las nutrias y los “ñandus” de la pampa o nos explicaban el uso de las boleadoras y el “facón”. La hija mayor en su afán por demostrarnos sus habilidades cinegéticas, salió en solitario a todo galope con intención de matar un “chancho salvaje” al estilo gaucho, con los cascos del caballo. Para nuestro asombro, regresó en noche cerrada con un pequeño jabalí amarrado por las patas a la montura.

No faltó la ceremonia del “mate” y por vez primera chupé por la “bombilla” aspirando aquél líquido amargo un tanto repugnante, pues todos chupábamos por la misma. Sentados alrededor del fuego, nos fuimos pasando la “matera” al tiempo que dos de los hijos se arrancaron con una “cueca” como despedida.
 El regreso a Mar del Plata fue otra odisea debido a la persistente lluvia. Los caminos estaban intransitables y caminábamos patinando como si de nieve se tratara. Llegamos al barco al amanecer, rendidos de la durísima jornada cinegética y de empujar el coche en la oscuridad inquietante de aquellas soledades.

Más adelante y en otros viajes a la Argentina, pude saborear el éxito de días de caza fructífera sentado sobre el capó del mismo coche y recorriendo las interminables siembras cerealistas o cazando al salto, si cazar se puede llamar el ir disparando a derecha e izquierda a cada paso que dabas. La liebre – que por cierto es como un perro de grande-está considerada plaga en ese país por lo que liebre muerta, es liebre abandonada en el campo.
Las perdices, un poco más grandes que nuestra codorniz, pero de parecido plumaje, iban a peón por las calles de los pueblos. En cierta ocasión y para no ser el hazmerreír de la tripulación al llegar con las manos, vacías, llenamos el maletero del “Chevi” de liebres, que depositamos provisionalmente en la bañera de nuestro cuarto de baño y que desgraciadamente terminaron en el agua a causa de su rápida descomposición.

 La Pampa me cautivó hasta tal punto, que me prometí a mí mismo volver para recorrer de norte a sur todo el territorio argentino. Un sueño... tal vez, pero de momento todo juega a mi favor para poder realizarlo algún día.
Pablo

(continuará)

Foto:
Con el capellán del “Monte Urbasa” en 1960

lunes, 6 de mayo de 2013

A LA CAZA DEL "CHANCHO" EN EL "CAZADERO"

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
 
 
Rastra y facón de un gaucho argentino.



 Carta nº 22

El “Monte Urbasa” es un buque mixto de carga y pasaje y en el que, generalmente, cargábamos en viaje de regreso grano en Argentina y café en Brasil.
 Mi primer contacto con la Pampa argentina lo tuve gracias a nuestra escala en Mar del Plata , puerto turístico y cerealista de gran importancia en el que pasamos una semana cargando trigo para Funchal y Amberes.
 Como siempre, nuestro barco era visitado por gente variopinta en cuanto dábamos el último cabo a tierra. Jamás pude imaginar en mis correrías cinegéticas tras los lagartos por los campos y berrocales malpartideños, que algún día iría de caza por la Pampa y menos aún invitado por un turco.
Gregory era uno de esos visitantes que se interesaba por los barcos y cuanto se podía comprar en ellos. La palabra “importado” tenía un significado para él casi erótico. De doble nacionalidad, regentaba en Mar del Plata una tienda de recuerdos trabajados en oro y plata y del que guardo como recuerdo un “facón” y una “matera”, ésta última en mérito a nuestra amistad, obsequio de la casa, lleva adornos de plata y oro y es una obra de artesanía gaucha que nunca creí merecer.
 Pues bien, la cuestión es que a bordo de su Chevrolet de la época de Al Capone, un buen día, con mi amigo y compañero gallego, salímos para la Pampa con afán de aventura y la ilusión de cazar un “chancho”, unas liebres o un ”ñandú”, teniendo como guía a nuestro nuevo amigo Gregory y al ayudante del Juez de Mar del Plata amigo a su vez de los propietarios de la finca.

 El viaje desde el puerto hasta el “cazadero” se hizo casi interminable y siempre por pistas de tierra. Tras un recorrido de unos 200 kilómetros llegamos de amanecida a la estancia cuya superficie de 24.000 hectáreas nunca llegamos a asimilar como algo real.
 Cargados de rifles, escopetas y hasta un revolver, nos presentamos en la casa de la finca y a partir de aquí, enlazo con la carta que desde Mar del Plata escribí a mi familia en Cáceres.

“ La casa está rodeada de dependencias de toda índole y en su conjunto parece como si se tratara de un pequeño pueblo. Nos salió a recibir el hijo mayor del guarda que sería nuestro anfitrión en ausencia del dueño. Se trata de una familia gaucha con catorce hijos, todos ellos trabajan en la estancia cuidando del ganado, miles de cabezas que en libertad permanente, deambulan por todos los confines de la finca.
 De unos treinta años de edad, parecía persona de carácter serio, pero algo tímido por nuestra presencia. Tostado por el sol y el viento, pelo muy negro y facciones enteramente indígenas, bigote bien poblado y de una estatura poco común. Al igual que los demás varones vestía el traje típico gaucho. Sombrero negro de ala ancha, cazadora de cuero con adornos de plata ennegrecida y pañuelo anudado al cuello. Pantalones bombachos, -que me traían recuerdos de mis años en el colegio - plisados e introducidos en sus botas de caña con formas de acordeón, espuelas de plata, una fusta de cuero con adornos del mismo metal y un enorme “facón” a la cintura metido entre la faja y la “rastra”. El mango del cuchillo es una verdadera obra de arte por sus filigranas en oro y plata. De la misma “rastra” llevaba colgada la “boleadora” que les sirve para parar en su carrera los terneros y cazar el ”ñandú” que es una avestruz americana de menor tamaño que la africana. Pensareis que estoy describiendo a un hombre que se va a la fiesta del pueblo. Pues os equivocáis. Como primogénito lucía toda la plata acumulada de sus ascendientes y la lleva de forma habitual y diaria.

 Prosigo. La “rastra” es un cinturón negro de cuero de unos treinta centímetros de ancho, con cadenas de plata que tejen más de doscientas monedas del mismo metal. Pero si todo esto es sorprendente, mucho más lo son los arneses y la montura de su caballo en los que se han cosido de alguna manera al cuero, varios kilogramos de plata trabajada y oscurecida por el paso de los años, fruto de una artesanía típicamente gaucha.
 La hija menor se ha educado en Mar del Plata y es de una belleza exótica al igual que la madre. Vestía muy modestita pero elegante. Pantalón bombacho y botas de caña, gorro de lana, que deja fuera una trenza corta de pelo negro como su cazadora de piel, forrada de lana blanca de cordero y un pañuelo azul anudado al cuello. La plata estaba absolutamente ausente en su indumentaria, a excepción de unos pendientes bastante modestos. De unos dieciocho años, nos encandiló a todos, sobre todo por su habilidad montando a caballo.

Lo primero que te sorprende de la Pampa es la lejanía del horizonte. Es como un mar de hierba y pajonales que no tienen más límite que el propio de la curvatura terrestre. Sus pastos son tan altos, que en algunas zonas, nuestro coche desaparecía entre la hierba y debíamos subirnos al capó, para tener la posibilidad de marcarnos un rumbo en nuestro peregrinar. Lisa como la palma de la mano, estaba surcada por ríos de aguas mansas y cristalinas.
 Os parecerá extraño cazar jabalíes en un lugar tan llano pero no es fácil verlos si no se va a caballo, a no ser cuando cruzan un río o atraviesan un claro en el pastizal.

Pablo
 
(continuará)

 Foto:
Rastra y facón de un gaucho argentino.

viernes, 19 de abril de 2013

LA VESPA, SU SIDECAR Y MI VIDA

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
 
 
Atracados en los muelles de Río de Janeiro. Año 1959 a bordo del "Monte Urbasa".


 Carta nº 21

Las salidas nocturnas de Buenos Aires nos traían de cabeza a la hora de iniciar nuestro trabajo a las ocho de la mañana. El Primer Oficial entraba en nuestro camarote pegando tres fuertes golpes en la puerta, soltándonos siempre la misma cantinela:
“¡Noches alegres, mañanas tristes¡”
Pero nuestro trabajo, no estaba reñido con el negocio, si bien era cierto que había que ingeniárselas para atender la “tienda” mientras hacías frente a tus responsabilidades durante la descarga. En ocasiones, la “tienda” la llevabas encima, como sucedía con las radios japonesas. Me solía pasear por cubierta oyéndola “visiblemente”, hasta que algún estibador me pedía que se la vendiera, cosa a la que siempre respondía que era de mi uso personal y no tenía otra. Esto hacía elevar el precio y una vez cerrada la operación, volvía al camarote a por la siguiente, procurando esquivar al cliente anterior.
 Entre la gente asidua que nos visitaba cada vez que se escalaba Buenos Aires, figuraba como invitada de excepción, una ex-pasajera del “Monte Urbasa” azafata de Aerolíneas Argentinas. Solía comer a bordo invitada por el Capitán y después compartía con nosotros sus vivencias tomando café en nuestro saloncito de estar. Venía siempre “cabalgando” sobre una Vespa con sidecar y nunca tenía inconveniente, en que cualquier oficial la utilizara para darse un paseo por los muelles. Mi experiencia con las motos, era en aquél año más bien escasa, pero al llevar sidecar me indujo a pensar que sería mucho más fácil. El caso es que, con el barco de salida y de uniforme blanco impecable, se me ocurrió darme un paseo corto. Todo fue bien hasta mi regreso triunfal. Entré muy confiado a cierta velocidad en la zona de vías que a lo largo del muelle, sirven de camino de hierro a las grúas. La Vespa dio varios saltos, sin que pudiera frenarla antes de chocar contra el casco del barco que estaba separado del muelle unos dos metros. Por ese hueco, precisamente por ese hueco, nos fuimos para abajo, la vespa, el sidecar y yo.

 Bajé, bajé y bajé con mi pierna trabada entre el casco y la moto. Fueron los segundos más largos de mi vida, pues por más que hacía no conseguía liberarme; hasta que llegué a la curva del pantoque –a unos ocho metros de profundidad-en que pude soltarme de ella. Cuando salí a la superficie flotaba en un charco de residuos y de gasoil y me encontré en un callejón en el que las defensas del barco me salvaron de morir aplastado. Me lanzaron un cabo y subí como un gato los cuatro metros de muelle.
La moto permanecería varios días bajo el agua y en el transcurso de los meses posteriores al accidente, la fui pagando en “cómodos” plazos, hasta que fue recuperada gracias a la intervención de la hija de un alto funcionario de Aduanas. La conocí en mi segundo viaje a Buenos Aires en la Casa de Galicia y creo que merece un inciso, ya que por ella estuve a punto de tener doble nacionalidad.

 Fue en Julio de 1959 y en pleno invierno austral. La Casa de Galicia es por así decirlo, el lugar más “chic” de Buenos Aires. Es un gran club social sumamente restringido, al que acuden todos los españoles adinerados que han triunfado en Argentina. El acceso a sus fiestas y bailes está sometido al filtro de la rigurosa invitación. El Capitán de nuestro barco recibía de manera casi institucionalizada, tres invitaciones cada vez que el “Monte Urbasa” atracaba en el puerto de Buenos Aires. Generalmente, los oficiales, vascos en su mayoría, preferían otro tipo de diversiones, por lo que no se hacía necesario mucho esfuerzo para que los Alumnos de Náutica pudiéramos hacernos con ellas.
En Argentina, el ser español es un salvoconducto, si además eres marino, las puertas se te abren de par en par y si por añadidura vistes de uniforme, entonces el éxito en la toma de la “plaza” está garantizado. Mi compañero gallego y yo, no olvidaremos jamás nuestra primera entrada en el salón de baile de la Casa de Galicia. Al poco de tomar asiento en nuestra mesa, quedamos sorprendidos cuando una señora acompañada de su hija se nos acercó y nos dijo:

“Desearía poder presentar a mi hija a dos marinos españoles.”
Ya han pasado unos años de este momento vivido tan lejos y tan cerca de España y aun siento gran emoción al recordarlo.

 La Argentina siempre nos trató bien y creo que nunca podremos pagarle la deuda que contrajimos con ella en nuestra posguerra. En aquellos tiempos tristes y a la edad de seis o siete años uno no sabía ni le importaba, la procedencia del trigo con el que convertido en blanca harina, se elaboraba el pan que nos quitaba el hambre a diario. Ahora, además, nos reciben con los brazos abiertos ofreciéndonos trabajo y futuro... ¿se puede pedir más para nuestro reconocimiento sincero?
 Aquella chica que su madre nos presentó, nunca llegó a ser en mi vida más que la amiga de la que sí lo sería y por varios años. La conocí gracias a ella y en un principio, su fuerte acento argentino hacía que mi atención por sus maneras educadas, su belleza y cultura, se desviara involuntariamente. Me era difícil concentrarme en las cosas que me decía, pero era tan atractiva y dulce que poco a poco su acento me fue pareciendo un toque musical a su personalidad. Fue mi guía turística por el Gran Buenos Aires, mostrándome todo lo típico y tópico, lo grandioso y lo criollo de su ciudad y alrededores, Olivos, El Tigre, Palermo...Conciertos en el Teatro Colón, tango, milonga y cueca hasta la extenuación. Sabedora de mi afición por el tenis, me llevó a su club donde la tierra batida trajo a mi memoria tantos recuerdos de Cáceres, Cádiz, La Coruña...Con ella se me ofrecieron de golpe un sin fin de posibilidades, entre ellas la de navegar a vela por el Plata en un barco clásico que su padre tenía amarrado en el Náutico de Buenos Aires y al que también alguna vez le pedía su coche para hacer excursiones inolvidables al Tigre o a Mar del Plata.

 Fue una relación seria, pero que estaba condenada a no durar más que el tiempo que me quedaba para tener que retomar mis estudios de Piloto. En Septiembre de 1960, un año después de haberla conocido, nos prometimos amor eterno en los muelles de Buenos Aires, mientras nos despedíamos en mi último viaje. Nunca perdió la esperanza de que aceptara la oferta de su padre, para que navegara-una vez obtenido mi título de Piloto- en modernos barcos argentinos y en condiciones económicas que no podíamos ni soñar en España. Hecha un mar de lágrimas y pensando como yo, que quizás era la última vez que nos veíamos, se quedó sola en el muelle del puerto de mi querido Buenos Aires, cuando nuestro barco lentamente ponía proa a Europa.
 Pero el hombre propone y el amor dispone. Pasado un tiempo, pensó equivocadamente, que si cruzaba el Atlántico me llevaría consigo a la Argentina... y lo cruzó. Pero siendo esa una historia ajena a mi vida en la mar, no va a tener cabida en estos relatos.

Pablo


(continuará) 

Foto:
Atracados en los muelles de Río de Janeiro. Año 1959 a bordo del "Monte Urbasa".

miércoles, 3 de abril de 2013

A LA CONQUISTA DE LA "CITY"

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
 
 
Nochebuena de 1959 en el Club Náutico de Buenos Aires, con la que
años después cruzaría el Atlántico, para intentar hacerme argentino.
 
Carta nº 20 
 

Cumplidos nuestros deberes y obligaciones y formando una especie de binomio perfecto con mi compañero gallego, nos lanzamos a la conquista de la “city”. Los negocios marchan bien, por lo que disponemos de abundante plata para corrernos más de una “farra” con taxi a la puerta.
Solemos, como principio de fiesta, cenar en un buen restaurante un churrasco de esos que solo en Buenos Aires se pueden “catar”. Las calles huelen a carbón vegetal y carne asada que preparan a la vista, impregnándolo todo con su olor característico. Es asombroso el despilfarro que hacen de ella. En España comeríamos tres adultos con una porción de estas. La mitad del plato se va a la basura a pesar de su exquisitez. Pero lo más asombroso es saber que la carne de la res sacrificada o se consume o se deshecha, tal es su abundancia y bajo precio, que no les interesa congelarla para un posterior consumo. Por todas partes se nota el bienestar social. Cines, teatros, restaurantes, tiendas, librerías- sorprendentemente abiertas hasta altas horas de la madrugada – con gente dispuesta a gastarse hasta el último peso. Para nosotros, los españoles, los precios son muy asequibles y en según que cosas muy baratos. Todo lo relacionado con la alimentación, la piel, los tejidos de lana, los transportes y la diversión están baratos. Una noche con restaurante, baile y taxi nos cuesta unas cien pesetas o dicho de otra forma, un cartón y medio de cigarrillos- precio de compra en Canarias.
Se ven buenos automóviles americanos, algunos de ellos ocupados por hombres que peinan canas y que practican un deporte desconocido en España. Se trata de orillarse a la derecha en una calle principal y seguir a una chica a velocidad peatonal, invitándola insistentemente a montarse en el coche. Algunos se hacen varios kilómetros en las grandes avenidas y consiguen su fin cuando ya el radiador echa humo. Esta formula de conquista, en España, además de “ligarte” una buena multa, causaría risa a todos los transeúntes. Aquí en cambio se ve como lo más natural del mundo, hasta el punto de que a veces hay más de un coche detrás de la misma “pebeta”.
La primera vez que fui a bailar en Buenos Aires, y como caballero español de ley, me acerqué a la mesa de una encantadora bonaerense y con gesto amable y educado, le pedí que bailara conmigo. Me miró sorprendida y me dijo:
“Lo siento “gallego”, me tenés que cabecear”
Regresé con la cabeza baja y un hombre de mediana edad con el que compartíamos la mesa, me soltó:
“Qué gallego...¿ te calabaceó la piba... ? Fiiijáte como hace el gaucho que está apoyado en la columna”
El “gaucho” que estaba apoyado en la columna, medía casi
 dos metros y era un dandy de cabello repeinado, pantalón estrecho y zapatos de dos colores. Desde su situación privilegiada, dominaba toda la sala e iba fijando su mirada unos segundos en las chicas que estaban sin pareja. De vez en cuando paraba su ojeo en una de ellas y sin apartar la vista del “blanco”, le hacía dos o tres inclinaciones de cabeza, casi imperceptibles para un neófito del “cabeceo” como era yo. El resultado era, que de pronto, el “gaucho” se ponía en movimiento al mismo tiempo que la “ piba “que estaba a más de quince metros de distancia, para finalmente encontrarse ambos uno frente al otro en la pista. Se puede decir que la sacó a bailar vía radio.

“Eso es cabecear a una mujer en Argentina”, me soltó mi compañero de mesa.
 En el curso de la noche lo intenté en varias ocasiones, hasta que por fin me salió de una forma, que no pareciera que mi “cabeceo” lo hubiera aprendido en una clase de gimnasia. No podía creer que aquella mujer que desde tan lejos caminaba hacia la pista, viniera a mi encuentro. Pero si esto me sorprendió, no lo fue menos el que ya frente a mí, no me permitiera cogerla para iniciar el baile. Yo la miraba sin preocuparme del entorno y de nuevo, pasados unos segundos, lo intenté por segunda vez cuando ya la pieza iba por la mitad. Entonces me di cuenta de que todas las parejas estaban paradas mirándose o hablando, hasta que, como si alguien diera la salida, todos nos pusimos a bailar. Quizás lo más interesante fuera que la chica te aguantaba hasta la tercera pieza... y vuelta a cabecear. Después supe que eran costumbres arraigadas en zonas más bien de nivel social medio bajo, si bien la “piba” lo era de nivel medio alto.

Pablo
 
(continuará) 

 La foto se salvó por casualidad de la quema en 1971.