Pablo Romero Montesino-Espartero
Mi hijo Alejandro, 45 años después de mi paso
ante ese monumento a bordo del "Alacrity"
Carta
nº 61
Son las doce del día, hace calor pero se
soporta bien gracias a la marcha del barco y a una ligera brisa de poniente. Os
escribo en pantalón corto, sin camisa, descalzo y tumbado en una hamaca en el
puente alto del “Alacrity”.
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Hemos dejado atrás Cartagena de Indias tras
una corta permanencia en puerto descargando automóviles Land Rover fabricados
en España. Ha sido un duro trabajo especialmente para mi por el hecho de haber
empalmado la guardia en el puente, con la maniobra de atraque y después la descarga,
todo ello sin haber podido coger la cama en casi 24 horas. Por tanto de esta
bellísima ciudad que tanto le debe a la colonización española, solo he podido
disfrutar esta vez de la entrada y salida de puerto. A medida que nos
acercábamos desde la mar, la mera contemplación de sus murallas y edificios
coloniales, me hacían sentirme más y más orgulloso de la impronta hispana que
dejamos en América. Ya pueden ladrar lo que quieran cuantos denostan a España
por “La Conquista”. Yo he visitado muchas colonias inglesas y francesas, y en
todas ellas he visto únicamente barracas y algún edificio suntuoso de algún
gobernador. Nada que ver con la belleza de las catedrales, edificios, plazas y
calles de la América Hispana.
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Navegamos ya en dirección al Canal de
Panamá.
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Como no quiero que me molesten durante mi
bien merecido descanso, me he instalado en el camarote del armador que es la
puerta contigua a la mía. Este camarote, que es un derroche de gusto y
esplendidez en cuanto a mobiliario y espacios se refiere, es sagrado. En él
puede verse la mano de los constructores galos de este barco y la “grandeur”
francesa . Las paredes todas forradas de maderas nobles con apliques de cristal
y cortinas de damasco y una cama que solo le falta el dosel con una corona para
parecer de la época de los zares. Un cuarto de baño como el del mejor hotel
parisino, bañera forrada de madera todo su contorno al igual que el doble
lavabo, teléfono y grandes ventanas de bronce, puertas de madera maciza de
color marrón oscuro y suelo con plaquetas de mármol negro. La llave de esta suite-como Primer Oficial-
obra en mi poder y a veces la “subasto” cuando en puerto algún oficial desea
sentirse “millonario” por una noche o sorprender al “ligue” de turno..
El paso del Canal de Panamá es un
espectáculo de un colorido y belleza muy difíciles de olvidar. Parece como si
la mano de Dios y la del hombre en una simbiosis mágica se hubieran unido para
crear algo tan grandioso.
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Desde Cristóbal-entrada del Canal-hasta
Balboa-su salida al Pacífico-el paisaje es paradisíaco. Dejamos atrás la Bahía
Limón y nos dirigimos a embocar el primer tramo del canal. Tiene una anchura de
unos cuarenta metros y la vegetación no te permite ver las orillas pues todo lo
cubre, formando una barrera infranqueable de un color verde oscuro semejante al
de nuestras sierras en invierno. Entre la maleza, algunas palmeras rompiendo la
monotonía de la selva tropical apuntan a un cielo plomizo al que casi tocan con
sus palmas.
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Luego de un corto recorrido entramos en las
esclusas de Gatun arrastrados por unas extrañas máquinas eléctricas que
mantienen al barco en el centro de aquellas.
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Para llegar al nivel del lago Gatun
tendremos que elevarnos veinticinco metros pasando por una cadena de esclusas,
gracias a las cuales nuestra masa de 18.000 toneladas será elevada en escasos
minutos por la ley de vasos comunicantes y del bombeo. El barco que nos
precede, un imponente trasatlántico, aparece
a más altura de la de nuestras cabezas, encaramado sobre el hormigón de
la esclusa siguiente. La imaginación vuela ¿qué pasaría si se rompiera la compuerta de la esclusa? Posiblemente no
pararíamos hasta llegar de nuevo al Atlántico...Subimos el último “peldaño” y
contemplamos desde la altura y a vista de pájaro a un portaviones de los
Estados Unidos que nos sigue desde Cristóbal.
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La puerta de la última esclusa, se abre
lentamente para dejarnos expedita la entrada al lago Gatun, dándonos la
bienvenida sus cristalinas aguas en las
que parecen flotar islas e islotes de una belleza indescriptible y cuyos
accidentes geográficos se van abriendo a nuestra vista a medida que avanzamos
hacia el océano.
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¡Qué soledad¡ pienso que
estoy traspasando las puertas del paraíso terrenal.
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A medida que nos acercamos al segundo tramo
del Canal, las orillas se confunden y uno no sabe por dónde se abrirá un camino
para continuar navegando rumbo a una salida que se escapa y solo cuando estás a
pocos metros de ella, ves una pequeña boca en un recodo que se abre dándote
paso. Poco más allá, los palos y la chimenea de un barco que navega en
dirección opuesta a la nuestra, aparecen recortados en el cielo gris,
moviéndose por encima de la selva y confundiéndose con las esbeltas palmeras
tropicales. Es la salida del lago Gatun. Esperamos hasta que aparece su proa
saliendo de entre la foresta como un extraño dinosaurio.
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Entramos finalmente en el segundo tramo del
canal y reducimos la velocidad a solo seis nudos. Las curvas son cada vez más
pronunciadas y peligrosas, dándonos la impresión de que la popa en su giro vaya
a colisionar con las palmeras que como
gigantes bebiendo, se inclinan sobre la orilla.
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La vegetación flota en el agua y nuestra
proa en su avance la desplaza hacia los lados de nuestro barco, formando olas
de verdes algas. Poco a poco el paisaje cambia, se va haciendo más montañoso
aunque continúa por todas partes la flora tropical.
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Nos acercamos al Paso de la Culebra cuando
ya la tarde va declinando.
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El sol desaparece ocultándose tras los
árboles por nuestro costado de estribor, como queriendo indicarnos el oeste y
el camino hacia el Océano Pacífico. En pocos minutos se hace la noche y el
cielo se rompe produciéndose grandes
claros por donde se cuelan tímidas algunas estrellas. Las orillas aparecen iluminadas
por miles de lucecitas de color amarillo, mientras que otras rojas y blancas
nos señalan los límites del canal. A lo lejos y recortado por el lejano
resplandor de la ciudad de Balboa y de Panamá City aparece el “tajo” artificial
del paso de la Culebra.
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El Canal se estrecha más y más, dándonos la
impresión de que no va a caber nuestro barco por semejante angostura. Los
montes se recortan en el cielo estrellado y de ellos, en sonoras cascadas,
desciende el agua producida por los chubascos tropicales de horas antes,
salpicándonos en su caída. El ruido es tremendo y ahoga con su estruendo el
producido por nuestras máquinas.
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A medida que nos acercamos a Balboa cambia
más y más el paisaje. Tierras bajas de lujuriosa vegetación; mientras que por
nuestra popa el agua en suspensión producida por las cascadas, forma un velo
neblinoso teñido por las luces de colores de la Culebra.
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De nuevo el sonido de la selva. Estamos
entrando en la recta final. Parece una autopista en la que las luces rojas y
blancas se confunden en el infinito. Entramos en Miraflores nueva esclusa y nos bajan veinte metros a una
velocidad de vértigo, produciéndonos la sensación de naufragio. Al sur, los
edificios más altos de la ciudad de Balboa se tiñen de rosa al recibir los primeros
rayos de sol del amanecer. Más allá, la inmensidad del Pacífico nos transporta
al momento en que nuestro paisano hizo suyo y para la Corona de Castilla el
Océano de los océanos: “...e si alguno otro príncipe o capitán, chripstiano o
infiel o de cualquier ley o secta o condición que sea, pretende algún derecho a
estas tierras e mares, yo estoy presto e aparexado de se lo contradecir e
defender en nombre de los Reyes de Castilla...” La estatua de Núñez de Balboa
aparece majestuosa cuando ya el barco flota en agua salada. Las sensaciones son
grandes y mi admiración por el hombre de Jerez de los Caballeros se acrecienta
hasta el paroxismo.
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Al capitán yugoslavo le recuerdo lo que le
dije cuando navegábamos por la costa portuguesa en relación con mi profesionalidad
a pesar de ser de tierra adentro, y a los tripulantes que están en cubierta les
grito desde el puente:
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-¿Lo veis bien? ¡Es uno más
de los dioses que nacieron en Extremadura...¡
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Nuestro barco, obedeciendo dócilmente al
timón, va arrumbándose al sudeste en demanda del archipiélago de Las Perlas y
del Perú, mientras por la popa va quedando atrás el Puente de las Américas y el
verde esmeralda de la costa va tornándose azul, azul océano.
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Navegamos ya en franquía del archipiélago
cuando la gran barrera andina que separa
y une tantas naciones se vislumbra más allá de la costa ecuatoriana. La mole
pétrea del Chimborazo destaca en la lejanía
cubierta de espesos nubarrones que de vez en cuando dejan ver sus nieves
eternas. Nuestra proximidad a Guayaquil nos permite contemplar la grandiosidad
de sus selvas y a uno le asalta la duda
de si eran hombres mortales, los que desde Panamá atravesaron esas intrincadas
selvas para dirigirse andando hasta el Perú, y es que cuanto más voy conociendo
la América Hispana, más aumenta mi admiración por aquellos españoles tan
vituperados a veces, pero que dieron una lección al mundo de valor y sacrificio
sin límites ante el sufrimiento y las adversidades.
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