Pablo Romero Montesino-Espartero

Pablo Romero Montesino-Espartero
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Camarote desde donde fueron escritas algunas de estas cartas-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Con este blog pretendo ir recopilando las cartas escritas por mi hermano Pablo Romero M-E, dirigidas a la familia, durante sus primeros años de navegación tras terminar su carrera de Marino Mercante allá por el final de la década de los años cincuenta, principio de los sesenta-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------.

domingo, 4 de noviembre de 2012

EL MONTE URBASA (un embarque deseado) (I)


Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
Monte Urbasa

 Publicidad de las dependencias del Monte Urbasa
Carta nº - 9 -

 Cuando nuestro Monte Nuria o “monte penurias”- como lo rebautizamos la tripulación- pasó junto al Monte Urbasa inmaculadamente blanco, saludándonos con su bocina mientras nuestra hélice levantaba los lodos de la ría de Bilbao, comprendimos que nuestro lamentable estado, debió inspirar al Capitán de uno de los mejores barcos de la flota, una brizna de admiración o quizás de lástima.
 ¡Aquello si qué era un barco¡

 Desde su puente, dos oficiales uniformados nos miraban como si ante ellos estuviera pasando la muerte con guadaña. Éramos de la misma familia, la misma carrera, la misma insignia en las chimeneas y la misma bandera, pero los escasos metros que nos separaban, marcaban la frontera entre el lujo y la miseria.
 Mi madre que había estudiado en el Colegio de las Irlandesas de Hendaya con la hija del armador, me recomendó para que me transbordaran... y el milagro se produjo. No podía creérmelo. Cuando el Capitán me informó de que había recibido ordenes para mi transbordo al Monte Urbasa preparé mi maleta de cartón-para su último viaje- y en el momento de la despedida me soltó a bocajarro:

“Debe tener usted un buen enchufe .En ese barco solo navegan los hijos de papá”.
Al pisar por vez primera la cubierta de madera de teka de mi nuevo barco, tuve la sensación de que mis pies la iban a ensuciar mientras caminaba hacia el despacho del Capitán, acompañado por un oficial.

 Cruzamos el vestíbulo pasando junto al comedor de primera clase. Sus puertas de cristal grabado y maderas nobles permitían ver un amplio salón en el que las lámparas reflejaban su luz en los barnices de paredes y techos, imprimiendo al conjunto de mesas y aparadores un brillo sobrio y elegante, como si de un restaurante de finales del siglo XIX se tratara.
 Enfilamos la escalera principal de peldaños alfombrados, haciendo crujir sus maderas a cada paso que dábamos en nuestro camino hacia la cubierta de primera clase. Al posar mi mano sobre la barandilla de caoba y deslizarla escalinata arriba, sentí en ella la agradable sensación de estar acariciando el lomo de un gato de angora.

En nuestro camino hacia la cubierta de oficiales pasamos ante las puertas de los camarotes de primera clase y los dos camarotes de lujo. Una camarera estaba preparando uno de ellos y no pude hurtarme a desviar la mirada a su interior. Fue como un “flash”, pero por un instante vi en la camarera a Bette Davis saliendo del baño de la habitación de un lujoso hotel en una de sus películas.
 El Capitán nos recibió en su despacho de paredes forradas de madera, sillones tapizados en piel negra, que denotaban su frecuente uso, y un velador de marquetería. Sobre la mesa de trabajo, además de los consabidos utensilios de escritura, unos prismáticos Zeiss. Más adelante supe que aquellos prismáticos no se podían tocar bajo ningún concepto cuando estaban en el puente.

 Los ojos de buey parecían más bien de oro de ley que de bronce, de tanto lustre como tenían. En las paredes algunos cuadros con motivos de la campiña vasca y uno muy especial enmarcando un documento con el reconocimiento por parte de la Coast Guard americana al Monte Urbasa por su colaboración en el salvamento de náufragos en las costas de los Estados Unidos.
 Pero de todo ello lo que más me impresionó fue ver iluminado el repetidor de la aguja giroscópica fijado en el techo por medio del cual en todo momento de la navegación, el “viejo” podía controlar el rumbo que estaba haciendo su barco. De donde yo venía, ese instrumento que en cierta manera jubiló a la aguja magnética, sabíamos de su existencia solo por los libros de la carrera.

 Vestía uniforme de invierno y era un hombre de unos cincuenta años, de porte distinguido, educado y elegante. También me pareció algo coqueto por llevar pañuelo blanco asomando tímidamente por el bolsillo superior de la guerrera. Es una costumbre arraigada en los marinos de alto rango en la Royal Navy y que sin duda alguna, es correctísimo su uso en cualquier marina cuando se viste uniforme azul.
 Debía haber recibido alguna información sobre mí humilde persona proveniente de la naviera, ya que me dijo al saludarme, que había nacido en una ciudad con mucha historia. Agradecí el que no me soltara la frasecita que me persiguió siempre como marino del interior y sin más me ordenó que vistiera siempre de uniforme a bordo del Monte Urbasa y que me presentara al Primer Oficial para recibir instrucciones sobre mi trabajo, guardias de mar, etc.

 En cuanto me hube cambiado, subí al puente de mando en compañía del oficial de guardia, que me puso al corriente de cual sería mi más inmediata función durante la maniobra de nuestra inminente salida a la mar.
 Acostumbrado al ”monte penurias” en el que los instrumentos de navegación consistían en una brújula o compás magnético, una sonda eléctrica y un radiogoniómetro poco o nada fiables, aquel puente me parecía el sueño de cualquier marino.

 Radares de maniobra y de navegación, sistema Decca de navegación hiperbólica, aguja giroscópica, piloto automático, radiogoniómetro, tacometro, clinometro, indicador de ángulo del timón, sondas, corredera hidrostática, “chivato” de rumbo giroscópico con gráfico, sistemas de comunicación por VHF, sistemas de alarmas para luces de navegación y para incendios en bodegas y camarotes con detectores de humos y un sin fin de otros instrumentos relativos a la seguridad de la navegación y el pasaje. Cuando por primera vez me vi reflejado en el cristal de una de las puertas del puente, no me reconocí y pensé que aquel oficial de uniforme que había frente a mí, no era yo sino otro al otro lado de la puerta.
 La Cámara de Oficiales y su salón de lectura anexo, era una réplica del salón de un club inglés. Sillones y sillas de piel oscura con mesa corrida para catorce comensales, paredes de madera con apliques, espléndido aparador de maderas nobles al fondo con espejo biselado y apliques que hacían que lucieran los cubiertos y vajillas colocados en perfecto orden sobre él. Las ventanas con cortinas colgadas de barras de reluciente latón sustituían a los típicos ojos de buey, y sus bronces brillaban reflejando la luz tenue de las lámparas. Cuando por vez primera ocupé mi puesto en la cámara, estaban ya sentados en sus respectivas sillas la mayoría de los oficiales. Al presentarme el Primer Oficial a todos ellos mencionando mi nombre, mi mayor deseo fue que mis padres hubieran podido presenciar la escena.
PABLO

(continuará)

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