Pablo Romero Montesino-Espartero

Pablo Romero Montesino-Espartero
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Camarote desde donde fueron escritas algunas de estas cartas-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Con este blog pretendo ir recopilando las cartas escritas por mi hermano Pablo Romero M-E, dirigidas a la familia, durante sus primeros años de navegación tras terminar su carrera de Marino Mercante allá por el final de la década de los años cincuenta, principio de los sesenta-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------.

viernes, 21 de septiembre de 2012

PRÁCTICAS DE MAR ( I )

Autor:
Pablo Romero M-E.
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  Carta nº - 1 -

En Cáceres, mi ciudad natal, no hay más agua que la que cae del cielo y la de un río pobretón, seco en verano y no muy húmedo en invierno. Aún me pregunto de dónde partió mi impulso marinero que me arrastró, primero a una Escuela de Náutica y más tarde a un barco de verdad.

Extremadura, si bien es cierto que fue tierra pródiga en dar conquistadores de tomo y lomo, en libro alguno de historia leí que fuera cuna de algún famoso marino. A veces pienso si sería el uniforme de mi primera comunión el que influyó en la elección de mi carrera.

Todavía recuerdo como si fuera hoy, mis últimos días de terrícola. Hacía tan sólo dos fechas que había salido de la Escuela de Náutica con mi flamante título de proyecto de marino bajo el brazo, y a pesar de no haber pisado más “barco” que el de Avila ni haber visto otro puerto que el de Miravete, yo me sentía todo un lobo de mar al descender del autobús que me dejó en el Parador del Carmen, con mi impecable uniforme y mi no menos impecable dorado galón. La gente me miraba como no creyéndose lo que veía: ¿era un marino o era un bedel del Ayuntamiento con uniforme de “trinca”?

También permanece fresco en mi memoria aquél telegrama que rezaba: “Concedida plaza, preséntese urgentemente oficinas Naviera Aznar en Bilbao listo para embarcar”.
A la sazón, y para ayudar a mi padre en el arduo trabajo de Recaudador de Contribuciones de Navalmoral de la Mata, me había convertido en un agente ejecutivo, o lo que es lo mismo, en el terror del contribuyente que no quería contribuir. Mis conocimientos náuticos solo me servían para soñar, pues si para ahorrarme un trecho de camino en mi peregrinar por los pueblos de nuestra vasta provincia, cruzaba algún barbecho, antes de “poner proa” a él, lanzaba una visual a la estrella Polar, y a ojo de buen cubero, me marcaba un rumbo a seguir por aquella tierra caliente aún por el sol que la alumbrara horas antes. Si por añadidura, un automóvil circulaba por la general, el resplandor de sus focos hacía concebir en mi calenturienta imaginación, los destellos de cabo Machichaco o Finisterre y las lejanas luces de Talayuela, Majadas del Tietar o Romangordo, pequeños puertos de pescadores de la costa cántabra. Recuerdo, que lo que más me fastidiaba era el “cri, cri...cri” de los grillos, que no conseguía situarlo en mi cuadro náutico.

Así fueron transcurriendo los días, hasta que se presentó el ansiado telegrama. Si, no puedo olvidarlo. Regresaba de mi improvisado trabajo, cuando vi correr a mi hermano menor hacia mi encuentro gritando: “ ¡Pablo, Pablo, ya tienes barco¡” No sé como describir aquella mezcla de atontamiento, emoción y alegría, que en segundos hizo de mí, si no el hombre más feliz de la tierra, si al menos de todo el Ambroz.

La orden era tajante: “Preséntese urgentemente... listo para embarcar”. No cabía duda alguna; mi futuro barco estaría pronto a zarpar, de ahí la urgencia. Así pensaba yo mientras hacía las maletas, metiendo en ellas ropa de verano e invierno, por lo que pudiera suceder, pues si iba a Sudamérica, como las estaciones están cambiadas, me cogería el crudo invierno austral. En toda la noche no pegué ojo, haciendo mil conjeturas sobre mi destino e imaginándome sobre el puente de mi barco vestido de uniforme, con los prismáticos colgados del cuello y siendo centro de las miradas de bellísimas pasajeras, pues dicho sea de paso, mi mayor y más vivo deseo era navegar en un hermoso trasatlántico, de esos que tantas veces había admirado desde los muelles de La Coruña o Cádiz durante los años de carrera.

“Si vas a Tenerife, me traes un transistor y un Ronson de gas” me encargaba el mayor de mis hermanos.

“A mi un camisón de “nylon” y crema Ponds”, gritaban al unísono mis hermanas.
“A mi si vas a Africa, un mono”. Me encargaba el menor.

Mis padres se limitaban a desearme mucha suerte en mis viajes y, sobre todo, que abriera bien los ojos y visitara cuantos museos se pusieran a mi alcance.

El tren para Madrid pasaba a las cuatro de la madrugada y ya a las tres, estaba yo en el andén de la estación sentado en una de mis maletas de cartón disfrazado, que tantos kilogramos de libros había transportado en mis cuatro años de carrera; la pobre, para honra suya, descansa en paz cerca de los restos del acorazado alemán Graff Spee en aguas del estuario del Río de la Plata.

Durante la segunda etapa de mi viaje, me juré mil veces que aquél sería mi último tercera o “tercerola” como lo llamaba mi padre, cuando al finalizar mis vacaciones, me decía:

“Con esas quinientas pesetas, agarras tu “tercerola” y cuando llegues a la pensión nos escribes”.

Me temblaban las piernas de emoción al subir con mis mejores galas y mi telegrama en el bolsillo, por las amplias y lujosas escaleras de las oficinas de la naviera que había tenido a bien solicitar mis servicios.
En una de las paredes del hermoso vestíbulo figuraban en grandes letras doradas, todos y cada uno de los nombres de los treinta y cuatro buques que formaban su flota. En primer término, los lujosos trasatlánticos, a continuación los cargueros de navegación de altura y por último los de más edad dedicados al cabotaje nacional, con sus treinta y cuarenta años de servicios a sus espaldas. Mis ojos se salían de sus órbitas al contemplar las maquetas de los barcos de pasaje y las fotografías de los mismos que en grandes cuadros colgaban de las paredes forradas con maderas nobles del vestíbulo y de los despachos. ¿Me tendría el destino reservado alguno de ellos para mi bautismo?
En aquel “hall”, además de mi “importante” persona, había varios capitanes y pilotos, pulcramente uniformados, esperando ser recibidos por algún inspector. Si me impresionaban sus conversaciones, más me admiraba la naturalidad con que hablaban de Tokio, Nueva York, Río de Janeiro o Londres. Lo hacían de forma parecida a la que mis amigos y yo empleábamos para contar anécdotas del “Chíviri” de Trujillo, las ferias del Casar o el día de las castañas en el Monte Abuela, cuando aún era la pesadilla de mis padres.

Cuándo oí mi nombre de boca de un conserje, anunciándome que podía pasar al despacho del Jefe de Personal de Flota para conocer mi destino, se me secó la garganta y me temblaron las piernas, tal fue mi emoción.

Pablo

(continuará)
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