Pablo Romero Montesino-Espartero

Pablo Romero Montesino-Espartero
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Camarote desde donde fueron escritas algunas de estas cartas-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Con este blog pretendo ir recopilando las cartas escritas por mi hermano Pablo Romero M-E, dirigidas a la familia, durante sus primeros años de navegación tras terminar su carrera de Marino Mercante allá por el final de la década de los años cincuenta, principio de los sesenta-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------.

lunes, 1 de octubre de 2012

MI NUEVO BARCO (II)

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero

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Carta nº - 4 -
(Continuación de la 3)

Mis primeros días de mar me produjeron mi primera gran satisfacción personal, al poder poner en práctica cuanto había aprendido durante mis cuatro años de Escuela de Náutica. Observar con el sextante el paso del sol por el meridiano para calcular nuestra latitud o buscar al atardecer las estrellas para obtener nuestra situación en mitad del Atlántico Norte, mediante cálculos trigonométricos largos y tediosos pero emocionantes. Los resultados a veces dispares con los del oficial superior, te proporcionaban la falsa esperanza de que alguna vez se tuvieran en cuenta al marcar sobre la carta el punto. La situación así obtenida nos permitía además de corregir nuestro rumbo, poner los relojes de abordo en hora solar o tiempo verdadero, saber con exactitud nuestra velocidad media en veinticuatro horas y calcular día arriba día abajo la fecha de llegada al primer puerto americano. ¡El sextante proponía y la mar disponía¡
De todos los instrumentos empleados en navegación son el sextante, el cronómetro del barco y el compás magnético o brújula los verdaderos tesoros de cualquier marino. A bordo los tratamos como a “Stradivarius” y como tales los mimamos.
Un mínimo error, unas décimas de segundo de arco o de tiempo en estos instrumentos pueden alejarnos de nuestro rumbo considerablemente. Existen otros medios más modernos basados en la radionavegación por enrejado hiperbólico, experimentado por vez primera durante el desembarco de Normandía, como son el Decca o el Loran, pero a pesar de todo continuamos aferrados a nuestro sextante y a nuestras maravillosas estrellas que son capaces de convertir su punto luminoso perdido en el espacio, en algo tan sencillo pero a la vez tan difícil como es saber en que lugar del inmenso océano se encuentra tu barco.
Los días fueron transcurriendo de forma tranquila sin más novedad que el empeoramiento progresivo del tiempo o la visita de los delfines cuyos prodigiosos saltos y piruetas me llenaban de asombro y hacían más llevadera la guardia diurna. Era un espectáculo ver como surgían del fondo del mar, a veces en manadas, elevándose a varios metros de la superficie del agua para caer con gran estrépito sobre sus costados. Los más atrevidos, pasaban por debajo del casco a una velocidad de vértigo o se rascaban el lomo, rozando en sus pasadas la proa. Nos acompañan durante horas e incluso días enteros, sin hacer el menor caso a la carnada que en un anzuelo remolcábamos a unos cien metros de nuestra popa con el propósito de pescar alguna dorada o algún atún. El aparejo de pesca era de lo más sencillo e ingenioso. Consistía en un cordel de unos cien metros de longitud, separado del barco por una percha o pértiga y que llevaba un anzuelo con una brocha de fibra blanca camuflándolo. El sistema terminaba en una pesada pieza de hierro con una falsa amarra, que al romperse por el tirón de la picada, era arrastrada por la cubierta del barco, con grande estrépito. Yo pensaba que todo aquel lío no serviría para engañar a ningún morador de los mares, hasta que un buen día a eso de las seis de la mañana, encontrándome en el mejor de los sueños, un marinero aporreó la puerta de mi camarote, invitándome a presenciar un gran espectáculo, cuando por la popa, los penachos de algunas nubes empezaban a teñirse del color rosáceo del alba.
Oí el telégrafo de ordenes a la máquina y noté como disminuía la velocidad mientras el barco lo acusaba dejando pasar bajo su quilla olas que empezaban a producirme cierto vértigo por su grandiosidad y cercanía, para quien estaba en la cubierta principal en la brega con aquél pez, de sorprendentes dimensiones totalmente desconocido para mi y que llevaba una tremenda protuberancia en su boca.
La batalla por cobrar aquello que salía del agua dando tremendos saltos y destellos plateados, me sobrecogió. En cierto momento pensé qué hacía yo, cacereño del secano más yermo, en medio del Atlántico halando, entre vascos y gallegos, un cabo que traía prendido un pez con una especie de estoque descomunal en su nariz. Mis ojos de marino del interior no daban crédito al ver como su cola producía el efecto de una coz de mula y sus gruñidos parecían los de una cochina ante el matarife. Por unos momentos mi imaginación voló a Cáceres recordando mis días de pesca en el Tajo, el Salor o el Guadiloba, cuando tenía esa edad en que se cambia una buena siesta por una insolación. ¡Qué lejos quedaba todo aquello¡

Pablo
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