Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
Carta nº - 14 -
El paso del trópicos-a pesar de lo mucho que se ha escrito
sobre él-no es tan maravilloso como se cree. Quizás lo más hermoso sean sus
noches... si sopla algo de brisa, porque de otra forma el calor sofocante
cargado de humedad lo convierte en un verdadero suplicio. Las guardias de mar
nocturnas se hacen muy largas de manera que en cuanto veía un barco en el
horizonte, le hacía señales luminosas con el “aldis” entablando amigable charla
por Morse. Nos cruzamos información sobre origen y destino, nacionalidad, carga
que transportaba etc. y si era español el tema preferido era los sueldos.
A propósito del
“aldis”. Desde el Peñón de Gibraltar, los ingleses suelen llamar por medio de
este aparato de señales luminosas, a todos los barcos que cruzan el Estrecho. Solicitan
nombre, viaje, nacionalidad etc. para hacer sus estadísticas que vienen después
publicadas en una Gaceta del Lloyd Register de Londres. Navegaba yo en demanda
del Cabo de San Vicente a bordo del “Maruja y Aurora”, el cual con la corriente
en contra no andaba más de 6 nudos (11 kms por hora). Al estar al sur de Punta
Europa recibí la clásica pregunta desde el Peñón: “What ship?” (¿Qué barco?) a
lo que contesté : “Queen Mary” de Brurriana a Barbate. No le debió hacer ni
pizca de gracia al señalero británico, pero a nosotros tampoco nos la hace el
que estén allí y que encima nos controlen el paso por el Estrecho.
Mi salida de la
guardia a las cuatro de la madrugada venía premiada con un reconfortante baño
nocturno en la piscina. Era la mejor hora para disfrutarla. Todos dormían y las
estrellas lucen muy hermosas antes del alba. A los pasajeros de tercera clase
no les estaba permitido hacer uso de ella, así es que también era el momento
más apropiado para invitar al “ligue” de turno para un baño tropical sin
testigos. Nos jugábamos un correctivo del Capitán pero ...¿cómo no correr
riesgos ante tan apetecible oportunidad?
El pasaje, a medida que transcurrían los días de navegación,
iba percibiendo que América estaba más cerca y Galicia tan lejos como jamás
hubieran pensado pudiera estar. A veces se te encogía el alma viendo a personas
mayores apoyadas sobre la borda, con la mirada perdida en el horizonte de la
mar y llorando a lágrima viva, a más de diez días de nuestra partida. ¿Qué
pasaría por sus mentes que tanto les entristecía? Para mí que cada día que
pasaba se rendían más cuenta de que para muchos era un viaje sin retorno.
Salían de sus camarotes al no poder resistir por más tiempo el terrible
bochorno producido por el clima y el calor de las máquinas del barco. Se
tumbaban en cubierta y se mojaban con las mangueras que poníamos a disposición
de la tercera clase, bebiendo agua a todas horas. Los que podían superar el
malestar producido por el suave movimiento del barco, iban cogiendo fuerzas y
se les notaba más activos, pero continuaban caminando por los pasillos como
“patos maneaos” sin poder acompasar el balance del barco. Otros se quedaban
sobre cubierta toda la noche a pesar de la recomendación de no hacerlo para no
dormir en un ambiente saturado de humedad. Pero aquella brisa producida por
nuestra velocidad, les producía unas ganas irrefrenables de dormir al raso.
¡Qué poco qué ver con las noches de nuestra hermosa Galicia¡ Aquella brisa es
fresca y huele a prados verdes, estiércol y humo de hogar...
La radio brasileña
traía al pasaje gallego un idioma familiar y cercano que por un momento les
debía hacer pensar que habían estado dando vueltas y que de nuevo se
encontraban en casa. ¡Triste espejismo¡ Estábamos a más de ocho mil kilómetros
de Cabo Finisterre y aunque no se notara, la latitud nos había cambiado de
estación. Estábamos en verano.
Después de trece días
de navegación, apareció la costa de Brasil desdibujada y difusa por la calima,
pero lentamente iba tomando forma, dejando ver su exuberante vegetación. Desde
el puente, con los prismáticos, podía uno percatarse de la extraordinaria
diferencia con nuestras costas atlánticas, acantiladas y pobres de vegetación.
Las playas, inmaculadamente blancas, interminables y limitadas solamente por el
verde oscuro de sus selvas, infunden en el ánimo una mezcla de admiración sin
límites y de temor a tanta naturaleza salvaje.
La gaita, ya no se la oye a la caída de la tarde o durante
las reuniones entre paisanos que se cuentan sus vivencias y recuerdos. La
cercanía de la costa y la vista de sus luces durante la noche, atraen a todos a
la banda de estribor. ¡Es América¡ La tierra prometida que en poco tiempo se
tornará en un calvario para la mayoría, hasta su integración en las nuevas
costumbres, idioma, trabajo...
Al amanecer, Cabo
Frío nos avisaba de que Río de Janeiro estaba a la vuelta de la esquina.
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